Comencé el año sin haber comprado o hecho un almanaque. Desayuné papas fritas y escribí una canción con una excelente amiga. ¿Hay una mejor manera de comenzar? ¿Qué podría hacer?
¿Hacer un balance a modo de corolario?
¿Resumir 366 días en un texto predecible y sentimentalista? Año biciesto, sí. Por si alguno llegó a olvidar el detalle.
¿Crear resoluciones?
Quizás, ¿por qué no? Esa última parece ser una buena idea, o cuando menos adecuada. ¿Original? Difícilmente. ¿Necesaria? Tal vez.
Veamos...
Tratar de ser un poco más feliz, menos mediocre. Intentar relajarme y abandonar el estres innecesario, la ansiedad hacia la incertidumbre, hacia esa gran incógnita que es el futuro. No pretender saber cada paso que daré. Vivir abiertamente, y no prestarle tanta atención a las premoniciones, viejas amigas que siempre me han acompañado... Ponerle un poco más de color y alegría a mi vida, en todos los aspectos. Sublimarme a la irreverente sobriedad y el enclaustramiento de la jovialidad no parece ser una de las mejores ideas. Nunca lo fue en realidad, pero por primera vez me permito darme cuanta de que es así. Ser menos premeditado, menos pensativo, bajar la guardia y disfrutar más. Aunque suene absurdo y perezoso, esforzarme un poco menos. Dar todo de mí sin morir en el intento, mejor dicho. No dispersar la energía, sino concentrarla. Y perder, definitivamente, el temor a decir que no.
A media hora de que termine el primer día del año, podría continuar pensando en reglas y estructuras, consejos y advertencias a mi conciencia. Tratar de, en un breve párrafo, maximizar las oportunidades de éxito de los próximos 364. No estoy contando el presente. Está por terminar. ¿Tendría sentido hacerlo? ¿Contar y resumir? ¿No sería esa una forma de establecer como epílogo del año aquel texto predecible, sentimentalista? ¿Aquel balance innecesario?
La máquina terminó de lavar la ropa. Me voy a continuar la vida.
Hasta pronto.