Predijiste
el imponderable
de mil voces
que supieron callar a tiempo.
Abrazaste los demonios
de mi inocencia.
Desvirtuaste la paciencia
de las circunstancias
con testarudez innata,
aberrante.
Conjugaste, tontamente,
la sedimentación de los recuerdos,
ajenos y propios.
De un beso que jamás fue
O que sí
fuera
demás.
Supiste,
siempre,
que al desnudar mis ojos
a la luz de la realidad
tergiversarías la omnipotencia del ser.
Mí ser.
Que ya no es mío.
Ni de nadie.
Ni siquiera tuyo.
Tampoco de la ignominia
o del inconsciente colectivo.
Infame.
Desvirtuado.
Tu afecto por la perpetuidad
del ácido infortunio
siempre tuvo la habilidad
de multiplicar
el incierto destino
de mis más apáticas neuronas.
Hacerlas despertar.
Ponerlas de cabeza
ante la contemplación del alma.
La emancipación de la muerte.
Libertad estúpida.
Real e imprecisa.
Pero constante.
Y siempre permanente.
¿Te arrepentirás
algún día
de ser el lazarillo más inoportuno
que las musas del destino se atrevieran
a enraizarme en el alma?
Atravesándome cada vez
que las pupilas de tu corazón
se depositan en mí,
sonriente criminal.
Existencia superflua
de un sinnúmero de mentiras.
Que son mis verdades,
y te vuelven vital,
innegable y atroz.
Como la necesidad de inspirar vida
cada vez que abro la boca.
Como el beso de aquella tierna
y adormecida mañana
en los otoños del recuerdo.
Pero aunque intente abandonar tu atracción
sé
que me llorarás
la vida
en un verso imprudente.
Que reencarnarás
las gargantas
de mil dramas
y procurarás encadenarme
a la sublime y putrefacta
rendición de amarte.
Son tus lágrimas
la caricia más triste
y simplemente adorable
que descuartizaron mi voluntad
antes de siquiera
poder defenderme.
Te admiro,
sonriente criminal.
Tanto hoy como el primer día,
cuando empecé a amarte
y, por siempre,
a detestarte.
Charles A. Dylon