El destino espiritual ya está
pactado; desde el momento en el que nuestra alma se reúne con un cuerpo en una nueva
experiencia física, lleva consigo ese destino, esa misión. Esta misión pactada
está predestinada a cumplirse, independientemente del camino espiritual que
elijamos. Hay caminos que son más tormentosos que otros; los hay más fáciles,
los hay más alegres o más tristes. Lo que es importante a tener en cuenta es
que cada uno de nosotros va a llegar a cumplir su misión sin importar los
amigos o enemigos de compañía; sin importar quién estuvo allí para darte una
mano o quién no; sin importar el cómo, el dónde ni el cuándo.
Ahora, si bien el camino no
es determinante para el destino, sí lo es para el aprendizaje. Nuestra alma
puede transitar esta experiencia física sin alcanzar ninguna clase de evolución
espiritual, es decir, sin haber aprendido nada, o tal vez habiendo aprendido lo
mínimo indispensable. Esto no significa que no vayamos a alcanzar nuestro
destino espiritual. Lo haremos de todas formas, pero tal vez no obtendremos
todo el conocimiento ni agotaremos nuestra potencialidad al máximo, para llegar
a la plenitud de nuestra identidad espiritual. Por eso es importante siempre
dejarse guiar por el instinto y rendirse sin miedo ante la gracia de Dios.
Rendirse sin miedo significa alzar los brazos al aire, mantener la frente en
alto y, con el pecho repleto de valor y fe, dejarnos guiar por el camino que va
a resultar más enriquecedor para esta experiencia física. Eso no significa que
será el más sencillo, pero tampoco el más difícil. Será, simplemente, el camino
correcto para obtener el mayor fruto de nuestro paso por esta vida. Eso nos
ayudará a apreciar nuestro destino mucho más y a darle el valor que se merece.