—¡Dale, Flaco! ¡Despertate! —gritó la profunda y fuerte voz de Viviana.
El sol me golpeó de lleno los párpados cuando ella descorrió las cortinas. Los sentía pesados y extrañamente adoloridos. Quizás era porque la noche anterior había llorado hasta dormirme. No. No lloré por lo ocurrido con mi familia. Es que enganché esa película Secreto en la montaña a la medianoche. La vi como cincuenta veces y lo sigo haciendo, no sé para qué. Siempre termino hecho un paño de lágrimas.
—¿Qué hora es? —le pregunté sin fuerza y con el aliento pútrido; cabe aclarar que no tengo halitosis, solo me pasa cuando como carne antes de irme a dormir.
Y al mal aliento lo acompañan las pesadillas. ¡Es tan lindo ser yo a veces!
—Es hora de que te levantes y te vayas al colegio —gruñó Viviana.
Entonces tiró de las sábanas y las dejó caer al suelo con furia. El chiflete me despabiló en un segundo y me senté. Ella se cagaba de risa, como siempre. Tenía una expresión tan aniñada cuando se reía. Hay algo que tienen que saber, queridos lectores, de mi estimadísima amiga Viviana. Ella era mi compañera del curso de alemán al que asistía por aquel entonces, cuando cursaba el último año del secundario en el Instituto Misericordia de Javier Lautaro Sánchez, un barrio de Buenos Aires, Argentina.
Su nombre es Viviana Mango y está casada con Oscar Sartén, mejor conocido como el Gordo. Según las leyes argentinas de la época en la que se casaron, la mujer uniría a su nombre el apellido del marido a través de la preposición «de». Por lo tanto, mi querida amiga tiene el interesante destino de llamarse Viviana Mango de Sartén. No… No es una broma. Me gustaría que lo fuera, tanto como a ella, pero es la cruda realidad.
Por esa época, Viviana Mango de Sartén era una mujer de cincuenta y tres años, muy alta y muy robusta, con el pelo muy corto, teñido de rojo eléctrico, que siempre llevaba peinado con gel, una hilera de dientes parejos y grandes, y sobreviviente de cáncer de útero. Aún hoy tiene la actitud más atrevida e irreverente ante la vida y sus vericuetos, es decidida y mandada al frente, sencilla y extremadamente afectuosa y sensible, pero lo oculta todo detrás de una coraza de humor corrosivo y fortaleza capaz de reducir a polvo las más altas montañas. Viviana, o Vivi como le decimos todos sus amigos, es madre de un hijo único, Facundo, o el Pibe, que por aquel entonces tenía los mismos dieciocho años que yo.
Ellos viven en una casa simple y modesta, pero que tiene la indiscutible sensación de hogar que a muchas casas les falta. Son dos casas conectadas: en la del frente, de dos pisos, viven ellos tres, y en la del fondo, vive la suegra de Vivi, Reineldis Sartén. Sí… No me pregunten de dónde saca los nombres la familia Sartén, pero no son muy afortunados.
A pesar de los nombres, son de las personas más amables y comprensivas que jamás haya conocido. Abrazan la vida con compañerismo, se apoyan el uno al otro y avanzan codo a codo para mantenerse a flote en una inestable sociedad como la de Argentina. Oscar es mecánico y de los buenos. Tanto él como Facundo, su hijo, son fanáticos de los autos, no así del fútbol, lo cual es algo muy raro entre los machos argentinos. Y si hay dos hombres que encajan en la categoría de macho, ellos son el Gordo y el Pibe.
Aunque son la versión tolerable del macho… Ya les contaré de ellos más adelante.
Te estarás preguntando cómo terminé siendo huésped en lo de Vivi. Bueno, luego de irme de la casa de mis padres sin rumbo fijo, recordé que ella había sido la segunda persona a quien le había contado acerca de mi verdadera identidad sexual. Ella me había ofrecido su comprensión y su apoyo y también me había dicho que, si en algún momento algo pasaba, las puertas de su casa iban a estar abiertas de par en par para recibirme.
Recuerdo que le pregunté si a su familia le molestaría. Ella me respondió:
—Si les molesta, ¡que me la chupen, Flaco! Vos sos mi amigo y nunca te voy a dejar en banda.
Ella me decía Flaco. Era mi apodo oficial en la familia Sartén. Nunca entendieron lo de Richie Chanel y a mí no me molestaba en lo más mínimo. Después de todo, cuando tenía dieciocho años, no importaba cuánto ni qué comiera, jamás podía superar los cincuenta y dos kilos de peso. Si tomamos en consideración que ya en ese año medía 1,72 m… Sí, muy flaco… No se preocupen que hoy la cosa es diferente. Estoy un poquito entrado en carnes.
Lo primero que hice esa noche al salir de casa fue caminar a la parada del colectivo y llamar a Viviana. Ella me dijo «¿No ves que sos un pelotudo de mierda? ¿Cómo que estás esperando al colectivo? ¿Cuántas veces te dije que no importa dónde estés, el Gordo te pasa a buscar con el auto?» A lo que yo le respondí que no esperaba que su marido me haga las veces de chofer cada vez que quería moverme en la ciudad.
Lo que ella me respondió es irrepetible, así que solo digamos que me dejó muy en claro el nivel de confianza que había entre los Sartén y yo. Ellos me consideraban parte de su familia, aun cuando solo la conocía a Vivi. Todo lo que, antes de esa noche, sabía del resto, era a través de sus comentarios y relatos. Ella era muy gráfica y explícita cuando contaba algo, así que yo tenía la sensación de ya conocerlos.
Fue así como Oscar me pasó a buscar por la parada y me llevó a su casa.
—No tengo ganas de ir a la escuela —me quejé mientras me desperezaba.
—Y yo no tengo ganas de tener menopausia, pero la vida es así, Flaco —respondió Vivi mientras pasaba el plumero por toda la habitación—. Me dan golpes de calor todo el tiempo, tengo un humor de perros constante y la concha más seca que un desierto.
Contuve la risa y me llevé las manos a la frente. Tenía la mirada clavada en el piso.
—Gracias por la imagen mental, Vivi.
Ella se descostilló de la risa y me contagió el buen humor. La de Vivi era de esa clase de risas que sin importar tu estado de ánimo, te fuerzan a reírte a la par. Lo único que no me gustaba de Vivi era que fumaba. Siempre decía que estaba intentando dejarlo y, si bien había disminuido mucho la cantidad, siempre podía verse un atado de cigarrillos dando vuelta por la casa.
Hoy la cosa es diferente.
—De nada —dijo y me levanté de la cama—. ¿Te vas a bañar?
—Me bañé anoche.
—Roñoso —se rió ella—. Hay café hecho y pan fresco. Más te vale que desayunes antes de ir a la escuela.
Suspiré, bastante cansado.
—No voy a ir, Vivi. Ya te dije que no tengo ganas —le respondí.
—Y a mí me chupa un huevo, Flaco —siguió ella—. Si no tenés ganas de ir a la escuela, entonces podés ir al taller y ayudar al Gordo a reparar autos.
Me detuve en el umbral de la puerta y di media vuelta. Sabía cuáles eran sus intenciones y me parecía una reacción muy noble de su parte preocuparse por mí de esa manera. Hoy entiendo que no importa lo difícil que sean los obstáculos que nos plantea la vida, el tiempo no se va a detener porque nos estamos sintiendo abatidos o sin fuerzas. Tenemos que seguir avanzando, ya que las excusas solo son más obstáculos en nuestro ya complicado camino.
—¿No hay una tercera opción?
—La podés ayudar a Reineldis —dijo Vivi con una sonrisa y dejó de sacudir el plumero—. ¡Así matamos dos pájaros de un tiro! Vos zafás de un día de escuela y yo no tengo que escucharle las quejas a la vieja.
Era viernes y si bien era cierto que faltar a la escuela siempre me dejaba una sensación de irresponsabilidad que no podía remediar, lo necesitaba. No podía pretender que tenía fuerzas para concentrarme después del escándalo de la noche anterior. También me preocupaba que mis padres no supieran dónde estaba.
Entonces sentí miedo.
Agarré mi celular y le mandé un mensaje de texto a mi hermano Jacinto. «Estoy en la casa de una amiga. Estoy bien.»
Él respondió casi una hora más tarde. Yo había terminado de desayunar, había lavado los platos y estaba por salir al patio rumbo a la casa de Reineldis. «Buenísimo. Lo que sea que necesites, avisame.»
Me guardé el celular en el bolsillo y atravesé el patiecito hasta la casa de Reineldis Sartén.
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