Había tenido un día de clases bastante pesado.
Todo había comenzado con un examen de literatura, en el
cual no podía asegurar si me había ido bien o desastrosamente mal. Siempre
tenía ese sentimiento cuando terminaba de escribir un examen, y también un
segundo antes de recibir los resultados. No es por alardear, pero siempre fui
un buen estudiante. Así que mi temor siempre era infundado, lo que me había
hecho acreedor del odio, o cuando menos envidia, de todos mis compañeros.
Al examen lo había seguido la clase de geografía más aburrida
del trimestre, y como afuera hacía mucho calor, no podía concentrarme. Contrario
al común denominador, como para no perder la costumbre, mi estación del año
favorita es el invierno. El calor me deja hecho una piltrafa, mientras que el
frío me carga las pilas.
Entonces, con esa extraña sensación de adormecimiento
luego del examen —provocada seguramente por el exceso de adrenalina—y dos horas
de aburrimiento sobre mis espaldas, me embarqué en la clase de historia.
El timbre —porque el Instituto Misericordia no tenía campana—había
sonado y el alumnado había entrado como bestias a las aulas. Ese día, el
maestro de historia, Mirno Martens, nos había dividido en grupos para realizar
unas actividades en clase. El tema era la Revolución de Mayo. Teníamos que
responder una serie de preguntas, cuyas respuestas después debatiríamos con el
curso entero.
Podrán decirme chupamedias, queridos lectores, también traga,
o incluso agrandado, pero nunca fui la clase de estudiante a quien le asignan
una tarea y, en vez de resolverla, se dedicara a hacer bromas y, para hablar
mal y pronto, a pelotudear. Si hay que hacer algo, se hace. Tiempo para
rascarse el higo habrá después.
Entonces, mientras todos en mi grupo se reían, se tiraban
bolitas de papel y se hacían bromas, Camila y yo nos dedicábamos a resolver las
preguntas. El problema fue que el resto de mis compañeros estaban armando tanto
escándalo, que no tuve más remedio que pedirles que bajen el tono. No me
pregunten por qué, pero eso fue lo primero y aparentemente único que Mirno
Martens escuchó… O mejor dicho escuchó mal.
—¡Señor Fernández! —dijo en voz muy fuerte—. ¿Por qué en
vez de andar jugando con sus compañeritos no se dedica a resolver las tareas
que le dejé?
El aula cayó en un silencio sepulcral. Nadie decía nada.
Se podía oír el zumbido de los tubos de luz fluorescente.
—Yo no dije nada —me defendí, ante el silencio de mis
compañeros de grupo.
—¿Cómo dice? ¡A mí no me responde! —gritó Martens, muy
enojado.
—¡Pero si yo no estaba haciendo nada! —le dije, también
en voz alta—. ¡Son ellos los que están molestando!
—¡A mí no me levante la voz, si no quiere que llame a la
directora! —amenazó, y se puso rojo como un tomate.
Nunca lo había visto fuera de sí y, a decir verdad, era
intimidante. Tenía la piel tan blanca que parecía transparente y era completamente
pelado. No me pregunten por qué, pero la gente sin un pelo en la cabeza me
inspira desconfianza.
Soy narcisista, sí. Lo sé, y ya se los advertí hace tiempo.
Yo no iba a permitir que ese pelado cara de chancho me
gritara de esa manera. ¡Nos tapó el agua, señores! ¡La que me faltaba! Encima
que me estaba esforzando en clase, me gané un grito sin costo ni reembolso. ¡Ah
no! ¡Con Richie Chanel no se mete nadie, caramba!
Entonces me puse de pie y traté de contener la ira. Lo
miré a los ojos y le dije:
—Si quiere, llámela a la directora, porque yo no tengo
nada que ocultar. Soy el único en este… grupo…
que está trabajando y no me merezco que me trate de esta manera. Así que, con
su permiso, me gustaría seguir con las tareas.
Agarré mi cuaderno, mi libro y mi lapicera y me senté
solo en un asiento apartado de todas las sorprendidas miradas de mis
compañeros. Y todos seguían con la boca callada.
Estaba demasiado enojado como para concentrarme en la
lectura y la ira me ensordecía, con lo cual no podía escuchar lo que Martens me
decía. Pero sonaba algo así como la reprimenda de un maestro que estaba muy
decepcionado y que tomaría represalias. Eso fue hasta que Camila se dignó a
abrir la boca y defenderme. Le explicó qué estaba pasando en el grupo y Martens
dejó de lado sus deseos de venganza.
Y fue ahí cuando empecé a divertirme. Jacinto, el segundo
de mis hermanos mayores, también asistía al Instituto Misericordia y Martens
había sido su maestro de historia apenas un par de años antes. Como en Buenos
Aires la tradición marca que todos los hermanos están cortados por la misma
tijera y nadie puede tener una identidad propia, todos los maestros, sin
excepción, cada vez que me conocían me comparaban con mi hermano mayor… Y como
Jacinto no era el más aplicado de los alumnos, me miraban con resentimiento,
odio y hasta con ganas de hacerme la vida imposible. Año tras año era la misma
historia. Me tocaba demostrarle a todos que yo no era igual que Jacinto, sino
que era mi propia persona y muy diferente a él.
Adoro y admiro a Jacinto. Eso, sin embargo, no significa
que no seamos diferentes.
Mientras me concentraba en mis respuestas, al borde del llanto
por la bronca que tenía, Martens se me acercó y me preguntó:
—¿Y cómo anda su hermano?
Mi primer pensamiento fue ¿desde cuándo te interesa lo que le pase a Jacinto, Pelado? Por tu
culpa estuvo a punto de repetir el año.
—Está bien —le dije sin siquiera mirarlo.
Puedo ser muy insurrecto cuando tengo ganas, y me dan
ganas muy a menudo.
Lo que dijo después me resultó tan irrelevante que ni
siquiera merece que lo describa. La conversación fue insulsa y hedionda, digna
de Martens. Era un maestro agradable a primera vista y tenía una manera de
enseñar que me resultaba muy amena, pero era cierto que se había equivocado
conmigo. También era cierto que se había dado cuenta de su error y que, a su
manera, estaba tratando de pedirme disculpas.
Ya sé que pedirle disculpas tan abiertamente a un alumno es
un desafío para la autoridad de un maestro, pero a mí en ese momento no me
importaba en lo más mínimo. ¿Por qué había de importarme? Me habían ofendido y
yo no me iría feliz sin una disculpa.
Luego de resolver las preguntas y consultarlas con el
resto de la clase, el timbre sonó y dio por terminado el día más agotador de
clases que me había tocado en un tiempo. Y para colmo de males, se puso a
llover.
Como yo no estaba dispuesto a que el agua me arruinara el
pelo, siempre llevaba un paraguas metido en la mochila. Lo saqué y me puse a
caminar hasta la parada del colectivo. Todos mis compañeros vivían en
direcciones diferentes y los pocos que vivían por mi zona, esperaban a que los
fueran a buscar o se iban más tarde con otro grupo de amigos. Por ende, yo
siempre volvía solo.
Ese día no podía ser peor. Por lo general la lluvia me
levantaba el ánimo —hay algo en el agua que me hace sentir muy relajado—, pero
ese día no estaba surtiendo efecto. Todavía no podía dejar ir el enojo que
Martens me había hecho sentir.
Solía ser muy rencoroso. Pero a partir de esa tarde la
cosa empezó a cambiar.
Mientras avanzaba a la parada, vi a un hombre en silla de
ruedas que se estaba refugiando de la lluvia en la entrada de una casa. Vi
mucha gente pasar delante de él, pero ninguno se detuvo.
Yo me acerqué y le pregunté:
—¿Lo puedo acompañar a algún lado?
Él me miró, sorprendido.
—¿Hasta dónde vas?
—Voy hasta la parada del 87.
—Ah, no está bien. Yo tengo que seguir después de la
parada. Andá tranquilo. Yo espero a que pare un poco.
—¿Está seguro?
—Sí, querido. Andá nomás. ¡Y muchas gracias! Es muy amable
de tu parte.
—Nada que agradecer —le dije—. ¡Buen día!
—¡Gracias, pibe! ¡Buen día y muchas gracias!
Jamás hasta ese momento se me había cruzado por la cabeza
cómo se las arreglaban las personas en silla de ruedas para salir de casa los
días de lluvia. Por supuesto, siempre estaba la opción de ponerse una campera o
un piloto, pero eso no se compara a un paraguas.
Eso me ayudó a poner mis prioridades en perspectiva y
provocó un cambio drástico en mi visión de la vida… por lo menos por ese día.
No comments:
Post a Comment