Inmediatamente al llamar a la puerta
supe que me arrepentiría de ese día. ¿Por qué no había ido a la escuela?
¡Maldita sea mi suerte!
Pero ya no había vuelta atrás.
Reineldis estaba zarandeando la puerta de metal que daba entrada a su casa. Me
dio la impresión de que estaba teniendo dificultades con las llaves cuando les
escuché caerse al suelo.
—¡Pero la puta que me parió! —la
escuché aullar en un lento suspiro.
Tuve que aguantarme la risa, porque
Reineldis Sartén ya había abierto la puerta y me miraba con sus ojos
desvariados a escaso metro y medio del piso. En sus años de juventud, según me
enteré mucho más adelante en una conversación de la que no tenía intenciones de
formar parte, la madre de Oscar (marido de Vivi) medía 1,60 m, pero se fue
encogiendo con los años, le creció una joroba, se le nubló el ojo izquierdo y
todas las articulaciones parecían habérsele descoyuntado, porque cada uno de
los dedos parecía apuntar en una dirección diferente y tenía las piernas más
chuecas que jamás haya visto. Tenía el cuerpo muy maltratado para ser una mujer
de 75 años, pero luego me enteré de que había sido madre de diez hijos… Y sí,
eso explica muchas cosas.
—Buenos días, Reineldis —la saludé.
—No me tutées que no soy tu novia —me
dijo con la voz vibrante y débil, pero con una actitud muy firme.
«¡Por suerte!», pensé.
—Lo lamento, ¿señora Sartén, entonces?
—me rectifiqué.
—Tampoco —suspiró ella y dio media
vuelta para entrar a la casa.
Como no me hizo ninguna seña, intuí
que tenía que seguirla. Aunque para hacerlo tuve que esperar unos tres minutos.
Le tomaba todo ese tiempo dar un paso. Me rasqué la cabeza con hartazgo y,
masoquista como soy, le pregunté:
—¿Entonces cómo quiere que la llame?
—No tenés por qué decirme nada —se
quejó y se detuvo a dar un respiro. Apoyó todo su peso en ambas manos sobre una
mesita que estaba contra la pared—. Pero si sentís la imperiosa necesidad de
molestarme, podés decirme Nelly.
—¡Nelly entonces! —dije con falsa
alegría—. ¡Qué lindo nombre!
Lo que dijo después sonó algo así
como, qué pedazo de pelotudo, pero no
puedo estar del todo seguro. Era difícil entenderle cuando hablaba, porque la
dentadura postiza le quedaba grande y le bailaba sobre la lengua. Además, no
podía concentrarme en lo que decía, ya que estaba obnubilado por el profundo y corrosivo
olor a naftalina que invadía la casa. Apenas había conseguido avanzar del
umbral hacia el piso de parquet y me sentía mareado, confundido y fuera de
mí, como si me hubiesen pegado un soplamocos con un paquete de cocaína.
No es una sensación agradable.
Tenía todos los sentidos aturdidos por
ese hediondo olor. Nunca entendí cuál es la fascinación de la gente mayor con
la naftalina. Parece que además de arrugas, esfínteres flojos y falta de
memoria, la edad también lleva aparejada pérdida de olfato.
Por favor, recuérdenme no envejecer
jamás.
A pesar de la lentitud de sus movimientos,
Reineldis tenía una mente muy aguda y siempre planeaba los quehaceres diarios
con una noche de anticipación. Lo anotaba todo en una lista y la dejaba siempre
en el mismo lugar: sobre la mesa de la cocina al lado de una canasta de mimbre
llena de frutas de plástico.
Una imagen hermosa…
Ese día tenía una cita con el oculista
y no tenía quién la acompañe. Como tenían que hacerle un fondo de ojos, no
podía volver sola. Viviana siempre se buscaba una excusa para no asistirla a
menos que fuese absolutamente indispensable, así que me tocó a mí hacerle las
veces de perro lazarillo. A pesar de lo arisca que Nelly estaba siendo conmigo,
siempre tuve una sensibilidad y una paciencia especiales para con gente de la
tercera edad. Por lo tanto, estaba dispuesto a ayudarla… Además, eso
significaba un día menos de clases.
Estaba en todas las de ganar, o por lo
menos eso pensaba.
—Me contó la mujer de mi hijo que vos
sos un compañero de ella —me dijo mientras entrábamos a la cocina.
Le decía la mujer de mi hijo a pesar de que Viviana y Oscar llevaban más de
veinte años de casados. Hay cosas que nunca cambian.
—Así es —suspiré—. Del curso de
alemán.
—¿Vos sos el puto? —preguntó
abiertamente.
Puto… ¡Qué palabra poco feliz!
—Soy gay, Nelly. Puto es otra cosa.
—¡Ah! ¿Mirá vos, che? —soltó Nelly,
muy sorprendida y comenzó con la trabajosa tarea de sentarse.
Corrió la silla, apoyó ambas manos
sobre la mesa y se balanceó sobre las caderas, que cabe aclarar, eran prótesis,
hasta que luego de una lucha de unos treinta segundos, logró sentarse.
—Yo pensé que a los putos les gustaban
los hombres. ¿No te gustan los hombres? —me preguntó.
A decir verdad, su honestidad y su
confianza para hablar del tema me dejaron muy sorprendido. De repente me sentí
muy a gusto en presencia de Nelly. Ya no tenía ese nudo en el estómago cada vez
que conocía a alguien. ¿Le digo o no le digo? ¿Se habrá dado cuenta? ¡Sí,
seguro! ¿Y si no se dio cuenta? ¿Qué pensará de los homosexuales?
Nelly desplumó todas esas preguntas de
mi cabeza de un solo sacudón, y me sentí muy aliviado.
—Sí, me gustan los hombres —admití.
Esa fue la primera vez en mis por
aquel entonces dieciocho años que lo dije en voz alta. Sí, siempre me habían
gustado los hombres. Se sentía tan reconfortante poder admitirlo sin
preocuparme por lo que la gente pensara de mí, ni por cómo reaccionara. Sentía
que, al fin, mi cuerpo y mi mente comenzaban a dialogar en vez de gritarse el
uno al otro en una furiosa discusión en la que ninguno estaba dispuesto a dar
el brazo a torcer.
—Te felicito —se rió Nelly,
desinteresada y en actitud de relajada superioridad.
—¿No le molesta? —le pregunté.
—Si me molestara, ni si quiera te
hubiese abierto la puerta, querido —dijo mientras releía su lista de
quehaceres—. Además, a esta altura del partido lo único que me preocupa es si
me voy a despertar por la mañana. El resto me chupa un ovario.
No pude contener la risa… Siempre me
pareció increíble que Vivi y Nelly no se entendieran.
Luego de una visita al baño en la que
Nelly se demoró unos generosos veinticinco minutos, salimos. Fuimos a la estación
de trenes, compramos los boletos y nos sentamos a esperar. Solo teníamos que
viajar una estación hasta llegar a la zona de los negocios. Hubiésemos podido
tomarnos el colectivo, pero era difícil saber a qué hora pasaba.
Mientras esperábamos, Nelly me contó
historias acerca de su juventud y también acerca de todos y cada uno de sus
malestares físicos que tenía, que más allá de darme pena, sólo intensificaron mis
deseos de no llegar a superar los setenta años. Mi visión cambió con el paso
del tiempo, no se preocupen. Sin embargo, sus anécdotas comenzaron a pasar
desapercibidas cuando esa mujer
apareció en el andén.
Tengo una cualidad, queridos lectores,
que no entiendo de dónde sale, pero que me acompañó durante toda mi vida. Sin
importar dónde me encuentre, cómo me vista, cómo me peine o cómo me comporte,
la gente siempre siente la necesidad de voltear a verme. Muchos de ustedes
pensarán que tengo lo que se llama “el síndrome del estrellita”. No. Ese es mi
hermano Bernardo, el primogénito. A mí no me interesa llamar la atención. Esa
mañana no llevaba puesto más que un pantalón de jean azul oscuro, una remera negra y zapatillas. Llevaba el pelo en
mi look usual: largo, pero no hasta
los hombros, y lacio —un saludo a mi adorada planchita que me mira desde el
estante—. Castaño oscuro, igual que mis ojos. Nada fuera de lo común. Mi
apariencia era tan poco trascendente que pasaba desapercibida entre la gente
que iba y venía en la estación.
Pero esa mujer no daba el brazo a torcer.
¡Terca! No me despegaba la mirada de
encima, que ya me parecía normal a esa altura, pero hubo algo que me molestó y
mucho. La tipa esta me miraba con una expresión que se debatía entre la
decepción y el asco. Como si verme hubiese sido lo peor que le había pasado
desde que comenzara el día…
Y la yegua era bizca, tenía los
dientes podridos y la cara llena de granos.
¿Alguno me puede explicar cómo y
cuándo carajo esa tipa se ganó el privilegio
de juzgar a la gente con la mirada? Al día de hoy no le encuentro respuesta… Y
la tipa me seguía mirando. ¡Es que no hay justicia, caramba!
Para fortuna de todos, el tren llegó y
distrajo la atención de la mujer. Aunque era difícil saberlo, ya que me seguí
mirando con el ojo derecho mientras seguía al tren con el izquierdo. Como un
camaleón.
Me reí tan fuerte que todos en el
andén voltearon a verme. Yo lloraba de la risa, y mientras la canción El Camaleón me daba vueltas por la
cabeza, subimos al tren.
¡El
camaleón, mamá! ¡El camaleón! ¡Cambia de colores según la ocasión!
A pesar de la gracia que me había
causado la situación, decidí que ya no volvería a poner excusas para no ir a la
escuela. Yendo por lo menos me encontraba con los enemigos de siempre.
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