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Saturday, 13 June 2015

La vida de Richie Chanel - Capítulo 3

Inmediatamente al llamar a la puerta supe que me arrepentiría de ese día. ¿Por qué no había ido a la escuela? ¡Maldita sea mi suerte!

Pero ya no había vuelta atrás. Reineldis estaba zarandeando la puerta de metal que daba entrada a su casa. Me dio la impresión de que estaba teniendo dificultades con las llaves cuando les escuché caerse al suelo.

—¡Pero la puta que me parió! —la escuché aullar en un lento suspiro.

Tuve que aguantarme la risa, porque Reineldis Sartén ya había abierto la puerta y me miraba con sus ojos desvariados a escaso metro y medio del piso. En sus años de juventud, según me enteré mucho más adelante en una conversación de la que no tenía intenciones de formar parte, la madre de Oscar (marido de Vivi) medía 1,60 m, pero se fue encogiendo con los años, le creció una joroba, se le nubló el ojo izquierdo y todas las articulaciones parecían habérsele descoyuntado, porque cada uno de los dedos parecía apuntar en una dirección diferente y tenía las piernas más chuecas que jamás haya visto. Tenía el cuerpo muy maltratado para ser una mujer de 75 años, pero luego me enteré de que había sido madre de diez hijos… Y sí, eso explica muchas cosas.

—Buenos días, Reineldis —la saludé.

—No me tutées que no soy tu novia —me dijo con la voz vibrante y débil, pero con una actitud muy firme.

«¡Por suerte!», pensé.

—Lo lamento, ¿señora Sartén, entonces? —me rectifiqué.

—Tampoco —suspiró ella y dio media vuelta para entrar a la casa.

Como no me hizo ninguna seña, intuí que tenía que seguirla. Aunque para hacerlo tuve que esperar unos tres minutos. Le tomaba todo ese tiempo dar un paso. Me rasqué la cabeza con hartazgo y, masoquista como soy, le pregunté:

—¿Entonces cómo quiere que la llame?

—No tenés por qué decirme nada —se quejó y se detuvo a dar un respiro. Apoyó todo su peso en ambas manos sobre una mesita que estaba contra la pared—. Pero si sentís la imperiosa necesidad de molestarme, podés decirme Nelly.

—¡Nelly entonces! —dije con falsa alegría—. ¡Qué lindo nombre!

Lo que dijo después sonó algo así como, qué pedazo de pelotudo, pero no puedo estar del todo seguro. Era difícil entenderle cuando hablaba, porque la dentadura postiza le quedaba grande y le bailaba sobre la lengua. Además, no podía concentrarme en lo que decía, ya que estaba obnubilado por el profundo y corrosivo olor a naftalina que invadía la casa. Apenas había conseguido avanzar del umbral hacia el piso de parquet  y me sentía mareado, confundido y fuera de mí, como si me hubiesen pegado un soplamocos con un paquete de cocaína.

No es una sensación agradable.

Tenía todos los sentidos aturdidos por ese hediondo olor. Nunca entendí cuál es la fascinación de la gente mayor con la naftalina. Parece que además de arrugas, esfínteres flojos y falta de memoria, la edad también lleva aparejada pérdida de olfato.

Por favor, recuérdenme no envejecer jamás.

A pesar de la lentitud de sus movimientos, Reineldis tenía una mente muy aguda y siempre planeaba los quehaceres diarios con una noche de anticipación. Lo anotaba todo en una lista y la dejaba siempre en el mismo lugar: sobre la mesa de la cocina al lado de una canasta de mimbre llena de frutas de plástico.

Una imagen hermosa…

Ese día tenía una cita con el oculista y no tenía quién la acompañe. Como tenían que hacerle un fondo de ojos, no podía volver sola. Viviana siempre se buscaba una excusa para no asistirla a menos que fuese absolutamente indispensable, así que me tocó a mí hacerle las veces de perro lazarillo. A pesar de lo arisca que Nelly estaba siendo conmigo, siempre tuve una sensibilidad y una paciencia especiales para con gente de la tercera edad. Por lo tanto, estaba dispuesto a ayudarla… Además, eso significaba un día menos de clases.

Estaba en todas las de ganar, o por lo menos eso pensaba.

—Me contó la mujer de mi hijo que vos sos un compañero de ella —me dijo mientras entrábamos a la cocina.

Le decía la mujer de mi hijo a pesar de que Viviana y Oscar llevaban más de veinte años de casados. Hay cosas que nunca cambian.

—Así es —suspiré—. Del curso de alemán.

—¿Vos sos el puto? —preguntó abiertamente.

Puto… ¡Qué palabra poco feliz!

—Soy gay, Nelly. Puto es otra cosa.

—¡Ah! ¿Mirá vos, che? —soltó Nelly, muy sorprendida y comenzó con la trabajosa tarea de sentarse.

Corrió la silla, apoyó ambas manos sobre la mesa y se balanceó sobre las caderas, que cabe aclarar, eran prótesis, hasta que luego de una lucha de unos treinta segundos, logró sentarse.

—Yo pensé que a los putos les gustaban los hombres. ¿No te gustan los hombres? —me preguntó.

A decir verdad, su honestidad y su confianza para hablar del tema me dejaron muy sorprendido. De repente me sentí muy a gusto en presencia de Nelly. Ya no tenía ese nudo en el estómago cada vez que conocía a alguien. ¿Le digo o no le digo? ¿Se habrá dado cuenta? ¡Sí, seguro! ¿Y si no se dio cuenta? ¿Qué pensará de los homosexuales?

Nelly desplumó todas esas preguntas de mi cabeza de un solo sacudón, y me sentí muy aliviado.

—Sí, me gustan los hombres —admití.

Esa fue la primera vez en mis por aquel entonces dieciocho años que lo dije en voz alta. Sí, siempre me habían gustado los hombres. Se sentía tan reconfortante poder admitirlo sin preocuparme por lo que la gente pensara de mí, ni por cómo reaccionara. Sentía que, al fin, mi cuerpo y mi mente comenzaban a dialogar en vez de gritarse el uno al otro en una furiosa discusión en la que ninguno estaba dispuesto a dar el brazo a torcer.

—Te felicito —se rió Nelly, desinteresada y en actitud de relajada superioridad.

—¿No le molesta? —le pregunté.

—Si me molestara, ni si quiera te hubiese abierto la puerta, querido —dijo mientras releía su lista de quehaceres—. Además, a esta altura del partido lo único que me preocupa es si me voy a despertar por la mañana. El resto me chupa un ovario.

No pude contener la risa… Siempre me pareció increíble que Vivi y Nelly no se entendieran.

Luego de una visita al baño en la que Nelly se demoró unos generosos veinticinco minutos, salimos. Fuimos a la estación de trenes, compramos los boletos y nos sentamos a esperar. Solo teníamos que viajar una estación hasta llegar a la zona de los negocios. Hubiésemos podido tomarnos el colectivo, pero era difícil saber a qué hora pasaba.

Mientras esperábamos, Nelly me contó historias acerca de su juventud y también acerca de todos y cada uno de sus malestares físicos que tenía, que más allá de darme pena, sólo intensificaron mis deseos de no llegar a superar los setenta años. Mi visión cambió con el paso del tiempo, no se preocupen. Sin embargo, sus anécdotas comenzaron a pasar desapercibidas cuando esa mujer apareció en el andén.

Tengo una cualidad, queridos lectores, que no entiendo de dónde sale, pero que me acompañó durante toda mi vida. Sin importar dónde me encuentre, cómo me vista, cómo me peine o cómo me comporte, la gente siempre siente la necesidad de voltear a verme. Muchos de ustedes pensarán que tengo lo que se llama “el síndrome del estrellita”. No. Ese es mi hermano Bernardo, el primogénito. A mí no me interesa llamar la atención. Esa mañana no llevaba puesto más que un pantalón de jean azul oscuro, una remera negra y zapatillas. Llevaba el pelo en mi look usual: largo, pero no hasta los hombros, y lacio —un saludo a mi adorada planchita que me mira desde el estante—. Castaño oscuro, igual que mis ojos. Nada fuera de lo común. Mi apariencia era tan poco trascendente que pasaba desapercibida entre la gente que iba y venía en la estación.

Pero esa mujer no daba el brazo a torcer.

¡Terca! No me despegaba la mirada de encima, que ya me parecía normal a esa altura, pero hubo algo que me molestó y mucho. La tipa esta me miraba con una expresión que se debatía entre la decepción y el asco. Como si verme hubiese sido lo peor que le había pasado desde que comenzara el día…

Y la yegua era bizca, tenía los dientes podridos y la cara llena de granos.

¿Alguno me puede explicar cómo y cuándo carajo esa tipa se ganó el privilegio de juzgar a la gente con la mirada? Al día de hoy no le encuentro respuesta… Y la tipa me seguía mirando. ¡Es que no hay justicia, caramba!

Para fortuna de todos, el tren llegó y distrajo la atención de la mujer. Aunque era difícil saberlo, ya que me seguí mirando con el ojo derecho mientras seguía al tren con el izquierdo. Como un camaleón.

Me reí tan fuerte que todos en el andén voltearon a verme. Yo lloraba de la risa, y mientras la canción El Camaleón me daba vueltas por la cabeza, subimos al tren.

¡El camaleón, mamá! ¡El camaleón! ¡Cambia de colores según la ocasión!


A pesar de la gracia que me había causado la situación, decidí que ya no volvería a poner excusas para no ir a la escuela. Yendo por lo menos me encontraba con los enemigos de siempre.

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