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Thursday, 16 August 2012

Alizane y el dios del destino

Aquí otro fragmento de Alizane. Que lo disfruten! :)

. . .


Pensó en tomar uno de los libros más viejos de la biblioteca, pero luego consideró que era una idea de lo más tonta. No lo necesitaría en ese lugar al que se dirigía. Había esperado a que los D’Mildius se quedaran profundamente dormidos para escapar por la ventana de su habitación. Cubierta con un grueso abrigo de invierno, ya que la noche se había presentado bastante fresca, Alizane caminaba vigorosamente hacia Albatika. Sabía que Kyle la perdonaría por entrar sin permiso, si por nefasta ocurrencia llegaba a enterarse de que ella había estado allí.

– Mejor pedir perdón que permiso –chistó entre dientes.

Esa madrugada, las hojas secas caían y se arremolinaban con las brisas templadas antes de llegar al suelo. El fulguroso brillo de la luna amansaba los rincones de La Aldea de Hechiceros, cuyos caminos aún estaban a oscuras. No habían pasado ni cinco minutos desde que Alizane caminara bajo el nocturno paisaje cuando escuchó los pasos de un gordísimo hombre que deambula tranquilamente. Entonces se ocultó detrás de unos arbustos y guardó el más profundo de los silencios. Aquel hombre era Hans Lichtmann, el sereno. Todas las noches recorría los extensos senderos de aquel lugar, acompañado de un hermoso zorro rojo llamado Fuchs. La tarea de estos nocturnos transeúntes era la de encender los faroles y vigilar que todo estuviese tranquilo. Alizane vio a Fuchs, que se acercaba a paso acelerado hacia uno de los faroles, y luego de abrir su hocico, el farol se encendió como una flameante llama de fuego.

– ¡Excelente trabajo, Fuchs! ¡Excelente trabajo! –felicitó el señor Lichtmann, que trataba de seguirle el ritmo a su joven acompañante–. Todo está tranquilo por aquí –dijo el hombre de revoltosa cabellera blanca–. Sigamos adelante –le indicó a su zorro rojo y continuaron su camino sin notar la atenta mirada de Alizane.

Lichtmann y Fuchs doblaron en la siguiente esquina a la derecha y Alizane los perdió de vista por completo. Corrió las faltantes tres calles y se encontró de frente con Albatika, la tienda de antigüedades. Se detuvo delante de la puerta principal y suspiró. Quería hacerlo, pero tenía cierto temor de que la respuesta no fuera la que ella estaba esperando.

– ¡Qué demonios! ¡Ya estoy aquí! –rezongó–. ¡Kuru-mah trasmi! –conjuró.

Sus manos y pies comenzaron a entumecerse y no tardó en sentir las piernas y los brazos como remolinos de arena. La sensación le llegó hasta el pecho y luego a la garganta. Para cuando le cubrió las mejillas, la muchacha se había transformado en un torbellino de chispas de luz plateada. Segundos después, la sensación se desvaneció y pudo ver sus manos materializarse en la oscuridad. Cuando las diminutas estrellas que la rodeaban se esfumaron por completo, Alizane se encontró dentro de Albatika, donde todo estaba oscuras y sería muy fácil tropezarse y romper algo.

Kimmebushi –susurró mientras extendía ambas manos.

Cinco diminutas llamas de fuego flotaron alrededor para iluminarlo todo. Alizane divisó una sólida mesa circular que centraba uno de los rincones de la cabaña. Había libreros repletos de manuales de Hechicería por doquier. Caminó hasta la sección de libros de astrología y tomó uno que se titulaba Las musas del destino. Lo abrió en una de las páginas centrales y leyó:

– Invocación de Laghert, dios del destino.

Los elementos que necesitaba eran sumamente sencillos y todos se encontraban allí en la tienda. Primero contorneó la mesa con un círculo de cenizas de enebro, luego encendió cinco velas naranjas y, finalmente, dejó caer una gota de sangre sobre cada una de ellas. Se había cortado ligeramente el dedo pulgar de la mano izquierda con una daga. Se lo llevó a la boca, succionó y lo apretó entre los dientes hasta que dejara de sangrar. El cálido sabor a sangre le empapó y entibió la lengua. Sentada sobre la mesa dentro de aquel círculo sagrado, cerró los ojos y se concentró.

– Invoco a las voces del destino, a las musas de un futuro posible… Necesito que aparezcan ante mí y respondan mi pregunta –dijo en voz firme y clara.

Nada ocurrió inmediatamente, entonces decidió quedarse quieta y esperar. Pensó que el viento destrabaría las ventanas y apagaría las velas, y que una extraña bruma surgiría desde lo más profundo de la oscuridad para devorarla hacia una realidad alternativa… pero nada de eso sucedió. Abrió uno ojo y miró alrededor. Todo seguía igual. La cera de las velas comenzaba a caer sobre la mesa y a solidificarse.

– ¡Demonios! –gritó entre dientes.

Bajó de un salto y las apagó a todas de un fuerte soplido. Las retiró de la mesa y con las uñas rascó la cera hasta que no quedara ni rastro. Limpió las cenizas con las mangas de su abrigo, luego abrió la ventana y arrojó las velas en el medio del bosque para deshacerse de la evidencia de que alguien había estado allí. La cerró y regresó a la mesa. El conjuro Kimmebushi seguía flotando alrededor e iluminaba aquel rincón de la tienda. Con una inmensa decepción, Alizane se acercó al libro y lo cerró con furia. En ese momento, un dolor punzante en el pecho la hizo caer de espaldas al suelo. Sus ojos se cegaron y un zumbido penetrante la ensordeció. Sentía que la temperatura de su sangre bajaba drásticamente en cuestión de segundos, y que cada uno de sus músculos se acalambraba. De repente comenzó a faltarle el aire. Se sentía sofocada, al borde del colapso, de la muerte. Entonces extendió su mano derecha en busca de redención y una refulgente luz blanca la bañó por completo. La tomó con fuerza y la obligó a ponerse de pie. A los tumbos, y aún débil y confundida, Alizane miró alrededor. La intensidad de la luz disminuyó poco a poco hasta que aquel nuevo entorno se mostrara distinguible ante sus jóvenes ojos inexpertos.

– Bienvenida –sentenció la recia y opaca voz de un hombre viejo.

– ¿Llamas a eso una bienvenida? –preguntó Alizane mientras trataba de recuperar el aliento.

Todavía no había visto quién le había hablado; sus ojos seguían desorientados. Lentamente volvieron a la normalidad. Entonces pudo distinguir que se encontraba en un templo de roca. Había antorchas en las paredes y una fuente de agua decorada con ornamentos de oro en forma de dragón. El agua brillaba, como contaminada por alguna substancia fluorescente. Aquel fulgor empapaba la apergaminada y reseca piel de un hombre. De su angulosa mandíbula crecía una abultada y larguísima barba blanca de vello lacio. Era ciego y tenía los párpados caídos hasta la mitad del ojo. Sus orejas eran largas y la escasez de cabello en su cabeza estaba oculta debajo de la capucha que concluía su suntuosa túnica gris. Sostenía un pergamino en la mano derecha y una pluma plateada en la izquierda.

– ¿Y tú quien eres? –preguntó Alizane.

– Yo soy Laghert, dios del destino –respondió aquel hombre, sin siquiera inmutarse.

– Ya veo –susurró ella, algo nerviosa–. ¿Se supone que debo hacer una reverencia, o alguna pirueta? Nunca había estado en presencia de un dios.

– Eso lo sé… y es evidente, muchacha –reconoció Laghert con arrogancia–. Nada de eso será necesario. Dime para qué has solicitado mi ayuda.

– ¡Oh, por supuesto! –se rió Alizane–. Necesito saber algo respecto a mi futuro.

– No me digas –bromeó Laghert y ella se sintió ridícula.

Se cruzó de brazos, arqueó las cejas y le lanzó una mirada repleta de odio. Luego  sintió que eso había sido lo mismo que nada, ya que él no podía verla.

– Como iba diciendo –suspiró y se sobó la frente–, tengo una pregunta respecto a un hecho que ocurrió recientemente.

Entonces Laghert desenrolló el pergamino unos dos metros y apuntó con la pluma a una línea que, a ojos de Alizane, había sido absolutamente arbitraria. Él hizo una mueca indescifrable con sus labios, y finalmente dijo:

– Te refieres al mensaje de tu padre, ¿no es así? Él te envió su akkuram.

– Efectivamente –afirmó Alizane y descruzó los brazos–. Necesito saber si ese es mi verdadero destino. Quiero saber si estoy destinada a ser una guerrera.

Laghert inclinó levemente la cabeza, y permitió que la sórdida iluminación del templo ensombreciera sus rudas facciones. Dejó que la pluma flotara sobre el agua de la fuente y enrolló el pergamino, para luego sostenerlo entre ambas manos en posición vertical. Caminó alrededor de la fuente, en dirección a Alizane. Ella se puso en alerta, y con los puños apretados al costado del cuerpo, retrocedía a medida que él avanzaba.

– Puedo responder tu pregunta, pero para eso deberás darme algo a cambio –dijo él.

Alizane entornó la mirada.

– ¿Darte algo a cambio? –preguntó–. ¿Algo como qué?

– Algo que te duela perder, algo que tenga un inmenso significado para ti. Tiene que ser un sacrificio –explicó Laghert.

Asustada, ella siguió retrocediendo. Él tampoco se detenía, aunque sus pasos eran lentos y dificultosos.

– ¿Un sacrificio? –terció ella, indecisa–. Veamos… sacrificio, sacrificio… Podría renunciar al helado de frambuesa por tres meses. Si realmente eres quien dices ser, sabrás lo mucho que me gusta.

Laghert resopló, indignado.

– ¡Humanos! –bufó–. No tiene sentido intentar razonar con ustedes.

– ¡Está bien! ¡Lo lamento! –aulló Alizane–. Tampoco es para reaccionar de esa manera. Es solo que no sé qué podría sacrificar.

Entonces Laghert se detuvo y desvió su ciega mirada directo a los ojos de Alizane. Ella se sintió intimidada, como si aquel anciano pudiera leer cada uno de sus pensamientos con solo observarla en silencio. Sintió una vulnerabilidad y exposición que no había percibido en algún tiempo, y eso le produjo un intenso escalofrío.

– Yo tengo unas cuantas ideas –murmuró él–. Puedes volver a tu mundo, Hechicera. Ya no tienes nada que hacer aquí.

Por miedo a creer que se había vuelto completamente loca, o que estaba perdiendo la memoria poco a poco, Alizane se vio forzada a decir:

– ¿Qué? ¿Así nada más? ¡Qué hay de mi respuesta! ¡Todavía no me has dicho lo que necesito saber!

– Sí –afirmó él, lacónicamente.

– ¿Sí?

– Así es… Es la respuesta a tu interrogante.

No creyó comprenderla de inmediato, pero luego todas las piezas parecieron encajar a la perfección. Fue entonces cuando sintió que su cuerpo perdía la confianza que alguna vez lo había hecho erguirse derecho. Se permitió suspirar, pero no agachar la cabeza.

– ¿Eso es todo? ¿No me dirás nada más al respecto?

– Todavía no estás preparada para entender todo lo que está escrito en el pergamino de tu futuro, Hechicera.

Eso la enfureció. La sangre tardó apenas breves segundos en entrar en estado de ebullición.

– Sería muy amable de tu parte dejar de subestimarme, ¿no lo crees, abuelo?

Él hizo caso omiso al comentario. Acomodó el pergamino en una larga mesa rectangular que estaba repleta de ellos, y luego unió las manos frente al cuerpo.

– Es hora de que regreses.

– ¿Qué hay del sacrificio?

Fue inmediatamente que Alizane se arrepintió de haber hecho esa pregunta. Laghert esbozó una sonrisa socarrona y arqueó las cejas de manera maquiavélica. Dijo:

– Eso lo sabrás cuando te lo haya quitado.

La sensación de ahogo se apoderó de Alizane una vez más. Cayó al suelo, y se retorcía adolorida. Un zumbido en los oídos y una luz intensa la llevaron de regreso a Albatika, donde apareció derribada junto a la mesa circular, y el conjuro Kimmebushi aún flotaba para iluminar su incertidumbre.

– Ese hombre tiene que aprender buenos modales –se quejó y se puso de pie.


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