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Saturday, 18 August 2012

Las Reinas de la Libertad

¿Qué pasaría si algún día una de tus mejores amigas te pidiera que prometieras algo sin decirte qué? ¿Qué pensarías si ella te dijera: debes darme tu palabra de honor de que lo harás una vez que me haya muerto? ¿Estarías dispuesta a aceptar el trato? Para Marita, Samanta y Catalina, todas ellas de setenta y tres años, ver morir a su entrañable amiga Dorita, de ochenta y tres, no fue para nada sencillo, pero desde la perspectiva más morbosa posible, también fue un momento muy anticipado. El fallecimiento de la Torres, como solían llamarla, despertó la curiosidad y la intriga. Las sucias manos de la despreciable Ofelia, hermana de la difunta, fueron las que les entregaron la carta;  esa que contenía la promesa que hicieran hacía ya más de cincuenta años… Había llegado el momento de desempolvar añejas memorias, y descubrir uno de los más grandes secretos que las había mantenido en vilo durante varias décadas.

El siguiente es un fragmento de mi novela Las Reinas de la Libertad. Pertenece al primer capítulo, titulado EWOT perdió la T. ¡Que lo disfruten! :)

. . .

– A la memoria de Dora Analía Torres Vanega –leyó Marita, que era la única de las tres que todavía podía prescindir de un par de anteojos para hacerlo–. Mil novecientos veinticinco... Dos mil ocho.
– Ochenta y tres años. ¿Para qué tanto, no? –preguntó Catalina.
– Pero, ¿qué dice, Catalina? –inquirió Samanta.
– Me está malinterpretando –explicó la aludida–. Me refiero a que, al igual que nuestra queridísima Marita, Dorita nunca fue feliz. ¿Sí ve, Marita? ¿Sí ve? Fíjese cómo murió nuestra amiga... Sola como un perro y sin haber cumplido ninguno de sus sueños, ¿qué le parece?
– Digo yo, ¿no estará usted muy amargada, señora Warren? –inquirió Marita con curiosidad.
– Primero piense en lo que le dije y después hablamos de amarguras, ¿no le parece? –propuso ésta.
– Tiene razón –aceptó Marita y fijó su mirada en la lápida–. Ahora, hay que ser muy amarrete, ¡cualquiera se gasta en tallarle algo más en la lápida, ¿no creen?! ¡Qué falta de sentimiento!
– ¡Qué codiciosos, por el amor de Dios! –exclamó Samanta y esbozó un gesto de horror.
– ¡Y qué pretendían, con la familia que se consiguió la pobre! –soltó Catalina y comenzó a buscar algo dentro de su cartera–. Sabía que algún desplante como éste le iban a hacer a Dorita... ¡Acá está! –dijo, victoriosa y sacó un grueso marcador indeleble–. ¡Tome, Marita! Aquí tiene, usted que todavía ve y que tiene linda letra... Escríbale algo. Eso que nosotras sabemos.
– ¡Enseguida! –aceptó Marita y tomó el marcador.
Lo destapó y se arrodilló con dificultad ante la lápida de mármol blanco. Pensó unos segundos antes de escribir y luego, entre la inscripción y la fecha, anotó con una letra muy prolija:

EWOT nunca morirá


– ¡Ese sí que es un mensaje de despedida! ¡Excelente, Marita! ¡Excelente! –vitoreó Catalina.
A ninguna de las tres le importó que aún quedaran diez personas despidiéndose del sepulcro de Dorita, ni mucho menos les interesaba que todos ellos fueran parientes de la difunta. Horrorizados, ofendidos y también asustados, se retiraron uno a uno. Murmuraban por lo bajo palabras que nadie llegó a entender, aunque por las expresiones de ceños fruncidos, quedaba muy claro que no decían nada agradable. Sólo quedó una persona presente, una vez que todos se fueran. Las tres mujeres con capelinas continuaban allí. Esa persona no era nadie más sino Ofelia Torres, hermana de Dorita.
Triste y desentendida de los actos del trío, Ofelia se acercó a ellas y sacó un sobre extremadamente viejo y maltratado de su cartera. Lo sostuvo entre sus arrugadas manos por unos segundos. Finalmente, sonrió al cruzar sus ojos con los de Samanta y se lo entregó.
– Cuando Dorita murió, encontramos este sobre entre sus manos. Es más que evidente que va dirigido a ustedes. Son las únicas que saben qué es EWOT... –explicó y las tres dirigieron atónitas miradas al sobre, amarillento y destrozado–. ¡Seré curiosa! ¿Podrían contarme qué significan esas siglas? –preguntó Ofelia con amabilidad.
– Sencillamente no –contestó Catalina, a la defensiva.
– ¡Ah, bueno! Está bien, entonces. No pregunto más nada –dijo la otra, claramente ofendida.
Samanta estuvo a punto de brindarle sus disculpas, pero Marita la miró con una expresión que dejaba traslucir sus deseos –y los de Catalina– de que no abriera la boca.
Ofelia, sin decir más, se marchó con el paso apretado y frenético. Estaba tan ofendida que se olvidó de despedirse de Dorita. Cuando se acordó, estaba a varios metros de distancia, entre los caminos del cementerio, sembrados de lápidas. Dio media vuelta y pensó en regresar para saludar a su hermana. Pero allí estaban Marita, Samanta y Catalina iluminadas por un fuerte rayo de sol, sonriendo. Entonces, Ofelia bufó, taconeó y se alejó del cementerio, furiosa.
– Es lo que yo digo –comenzó Catalina–, esa mujer es un desperdicio de espacio.
Pero en ese momento ninguna de las tres tenía ganas de discutir acerca de lo inútil que era la existencia de Ofelia Torres. Había algo mucho más importante. Las tres miraron el frente del sobre. Con una prolija letra llena de florituras, pudieron leer la sigla:

EWOT

Se observaron entre sí, asustadas. Samanta dio vuelta el sobre. Estaba lacrado. El papel que lo formaba estaba rasgado en los bordes y amarillento, casi color tierra. Allí, al dorso, encontraron cuatro firmas. Todas se acordaban de ese sobre. En ese entonces estaba viejo y maltratado, pero sabían muy bien que se trataba del mismo, de hacía tantos años atrás. La primera firma era de Marita Echagüe –debajo de la misma figuraba la aclaración; la siguiente era de Catalina Warren, la tercera de Samanta Ortiz y la última de Dorita Torres.

                                                            Marita Echagüe
                                                         Catalina Warren
                                                         Samanta Ortiz
                                                             Dorita Torres

– Ábralo, Samanta –indicó Marita, aterrada.
– ¡No, ábralo usted! –exclamó ésta y le dio el sobre.
– ¡Denme eso, cobardes! Es un sobre, ¡no mata a nadie! –dijo Catalina y lo arrebató de las manos de Marita.
La señora Warren se disponía a abrirlo, pero Samanta la detuvo inmediatamente.
– ¡No lo haga, Catalina! –soltó fuertemente–. ¡Esperemos al sábado!
– ¿Al sábado? –preguntaron las otras en una sola voz–. ¡Ah, al sábado!
– Me parece una excelente idea –susurró Marita.
– También lo creo –afirmó Catalina y contuvo las ganas de abrirlo–. Después de todo, será la primera reunión de EWOT en la que no participará su fundadora.
– ¿Dejaremos de ser lo que fuimos al principio? –preguntó Samanta, entristecida.
– EWOT siempre será igual. Dorita formará parte de este clan hasta que la última de nosotras muera. Y aunque eso pase, EWOT nunca dejará de existir –contestó Marita.
– Vamos a estar unidas por toda la eternidad, queridas, se los aseguro –dijo Catalina–. Ahora, no sé ustedes, pero yo me estoy muriendo de hambre.
– ¡Igual  yo! ¡Vamos a almorzar! –propuso Samanta.
– ¡Hasta siempre, Dorita! –se despidieron Catalina y Samanta.
Se alejaron por donde habían llegado –el camino de la izquierda, pero se detuvieron al ver que Marita no las seguía... Todo estaba ocurriendo como tanto había temido... y no era la única integrante de EWOT que así lo creía. Marita Echagüe estaba segura, por más que no tuviera la certeza, de que un camino de azar e incertidumbre comenzaba a aparecer en la vida de las tres. Ella siempre quiso que eso sucediera. Lo había esperado por muchos años... y fueron tantos que comenzó a tener mucho miedo de no estar preparada.
Se despidió de Dorita, se puso sus enormes anteojos de sol y se unió al grupo. Su rostro se perdía detrás de sus lentes, pero aquellos que observaban con detenimiento podían ver lo que en realidad estaba pasando. Una vez que lo entendió todo, Marita lloró.

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