¿Qué pasaría si algún día una de tus mejores amigas
te pidiera que prometieras algo sin decirte qué? ¿Qué pensarías si ella te
dijera: debes darme tu palabra de honor
de que lo harás una vez que me haya muerto? ¿Estarías dispuesta a aceptar
el trato? Para Marita, Samanta y Catalina, todas ellas de setenta y tres años,
ver morir a su entrañable amiga Dorita, de ochenta y tres, no fue para nada
sencillo, pero desde la perspectiva más morbosa posible, también fue un momento
muy anticipado. El fallecimiento de la Torres,
como solían llamarla, despertó la curiosidad y la intriga. Las sucias manos de
la despreciable Ofelia, hermana de la difunta, fueron las que les entregaron la
carta; esa que contenía la promesa que
hicieran hacía ya más de cincuenta años… Había llegado el momento de
desempolvar añejas memorias, y descubrir uno de los más grandes secretos que
las había mantenido en vilo durante varias décadas.
El siguiente es un fragmento de mi novela Las Reinas de la Libertad. Pertenece al primer capítulo, titulado EWOT perdió la T. ¡Que lo disfruten! :)
. . .
– A la memoria de
Dora Analía Torres Vanega –leyó Marita, que era la única de las tres que
todavía podía prescindir de un par de anteojos
para hacerlo–. Mil novecientos veinticinco... Dos mil ocho.
– Ochenta y tres
años. ¿Para qué tanto, no? –preguntó Catalina.
– Pero, ¿qué dice,
Catalina? –inquirió Samanta.
– Me está
malinterpretando –explicó la aludida–. Me refiero a que, al igual que nuestra
queridísima Marita, Dorita nunca fue feliz. ¿Sí ve, Marita? ¿Sí ve? Fíjese cómo
murió nuestra amiga... Sola como un perro y sin haber cumplido ninguno de sus
sueños, ¿qué le parece?
– Digo yo, ¿no
estará usted muy amargada, señora Warren? –inquirió Marita con curiosidad.
– Primero piense en
lo que le dije y después hablamos de amarguras, ¿no le parece? –propuso ésta.
– Tiene razón
–aceptó Marita y fijó su mirada en la lápida–. Ahora, hay que ser muy amarrete,
¡cualquiera se gasta en tallarle algo más en la lápida, ¿no creen?! ¡Qué falta
de sentimiento!
– ¡Qué codiciosos,
por el amor de Dios! –exclamó Samanta y esbozó un gesto de horror.
– ¡Y qué
pretendían, con la familia que se consiguió la pobre! –soltó Catalina y comenzó
a buscar algo dentro de su cartera–. Sabía
que algún desplante como éste le iban a hacer a Dorita... ¡Acá está! –dijo,
victoriosa y sacó un grueso marcador indeleble–. ¡Tome, Marita! Aquí tiene,
usted que todavía ve y que tiene linda letra... Escríbale algo. Eso que
nosotras sabemos.
– ¡Enseguida!
–aceptó Marita y tomó el marcador.
Lo destapó y se
arrodilló con dificultad ante la lápida de mármol blanco. Pensó unos segundos
antes de escribir y luego, entre la inscripción y la fecha, anotó con una letra
muy prolija:
EWOT
nunca morirá
– ¡Ese sí que es un
mensaje de despedida! ¡Excelente, Marita! ¡Excelente! –vitoreó Catalina.
A ninguna de las tres le importó
que aún quedaran diez personas despidiéndose del sepulcro de Dorita, ni mucho
menos les interesaba que todos ellos fueran parientes de la difunta.
Horrorizados, ofendidos y también asustados, se retiraron uno a uno. Murmuraban
por lo bajo palabras que nadie llegó a entender, aunque por las expresiones de
ceños fruncidos, quedaba muy claro que no decían nada agradable. Sólo quedó una
persona presente, una vez que todos se fueran. Las tres mujeres con capelinas
continuaban allí. Esa persona no era nadie más sino Ofelia Torres, hermana de
Dorita.
Triste y
desentendida de los actos del trío, Ofelia se acercó a ellas y sacó un sobre
extremadamente viejo y maltratado de su cartera.
Lo sostuvo entre sus arrugadas manos por unos segundos. Finalmente, sonrió al
cruzar sus ojos con los de Samanta y se lo entregó.
– Cuando Dorita
murió, encontramos este sobre entre sus manos. Es más que evidente que va dirigido
a ustedes. Son las únicas que saben qué es EWOT... –explicó y las tres
dirigieron atónitas miradas al sobre, amarillento y destrozado–. ¡Seré curiosa!
¿Podrían contarme qué significan esas siglas? –preguntó Ofelia con amabilidad.
– Sencillamente no
–contestó Catalina, a la defensiva.
– ¡Ah, bueno! Está
bien, entonces. No pregunto más nada –dijo la otra, claramente ofendida.
Samanta estuvo a
punto de brindarle sus disculpas, pero Marita la miró con una expresión que
dejaba traslucir sus deseos –y los de Catalina– de que no abriera la boca.
Ofelia, sin decir
más, se marchó con el paso apretado y frenético. Estaba tan ofendida que se
olvidó de despedirse de Dorita. Cuando se acordó, estaba a varios metros de
distancia, entre los caminos del cementerio, sembrados de lápidas. Dio media
vuelta y pensó en regresar para saludar a su hermana. Pero allí estaban Marita,
Samanta y Catalina iluminadas por un fuerte rayo de sol, sonriendo. Entonces,
Ofelia bufó, taconeó y se alejó del cementerio, furiosa.
– Es lo que yo digo
–comenzó Catalina–, esa mujer es un desperdicio de espacio.
Pero en ese momento
ninguna de las tres tenía ganas de discutir acerca de lo inútil que era la
existencia de Ofelia Torres. Había algo mucho más importante. Las tres miraron
el frente del sobre. Con una prolija letra llena de florituras, pudieron leer
la sigla:
EWOT
Se observaron entre
sí, asustadas. Samanta dio vuelta el sobre. Estaba lacrado. El papel que lo
formaba estaba rasgado en los bordes y amarillento, casi color tierra. Allí, al
dorso, encontraron cuatro firmas. Todas se acordaban de ese sobre. En ese
entonces estaba viejo y maltratado, pero sabían muy bien que se trataba del
mismo, de hacía tantos años atrás. La primera firma era de Marita Echagüe
–debajo de la misma figuraba la aclaración; la siguiente era de Catalina
Warren, la tercera de Samanta Ortiz y la última de Dorita Torres.
Marita Echagüe
Catalina Warren
Samanta Ortiz
Dorita Torres
– Ábralo, Samanta
–indicó Marita, aterrada.
– ¡No, ábralo
usted! –exclamó ésta y le dio el sobre.
– ¡Denme eso,
cobardes! Es un sobre, ¡no mata a nadie! –dijo Catalina y lo arrebató de las
manos de Marita.
La señora Warren se
disponía a abrirlo, pero Samanta la detuvo inmediatamente.
– ¡No lo haga,
Catalina! –soltó fuertemente–. ¡Esperemos al sábado!
– ¿Al sábado?
–preguntaron las otras en una sola voz–. ¡Ah, al sábado!
– Me parece una
excelente idea –susurró Marita.
– También lo creo
–afirmó Catalina y contuvo las ganas de abrirlo–. Después de todo, será la
primera reunión de EWOT en la que no participará su fundadora.
– ¿Dejaremos de ser
lo que fuimos al principio? –preguntó Samanta, entristecida.
– EWOT siempre será igual. Dorita formará parte de
este clan hasta que la última de nosotras muera. Y aunque eso pase, EWOT nunca
dejará de existir –contestó Marita.
– Vamos a estar
unidas por toda la eternidad, queridas, se los aseguro –dijo Catalina–. Ahora,
no sé ustedes, pero yo me estoy muriendo de hambre.
– ¡Igual yo! ¡Vamos a almorzar! –propuso Samanta.
– ¡Hasta siempre,
Dorita! –se despidieron Catalina y Samanta.
Se alejaron por
donde habían llegado –el camino de la izquierda, pero se detuvieron al ver que
Marita no las seguía... Todo estaba ocurriendo como tanto había temido... y no
era la única integrante de EWOT que así lo creía. Marita Echagüe estaba segura,
por más que no tuviera la certeza, de que un camino de azar e incertidumbre
comenzaba a aparecer en la vida de las tres. Ella siempre quiso que eso
sucediera. Lo había esperado por muchos años... y fueron tantos que comenzó a
tener mucho miedo de no estar preparada.
Se despidió de
Dorita, se puso sus enormes anteojos
de sol y se unió al grupo. Su rostro se perdía detrás de sus lentes, pero
aquellos que observaban con detenimiento podían ver lo que en realidad estaba
pasando. Una vez que lo entendió todo, Marita lloró.
No comments:
Post a Comment