Era sábado por la mañana y no tenía
planes para el fin de semana. Como mi relación con mi familia todavía estaba
muy tensa desde mi coming-out, no
tenía proyectos de reencontrarme con ellos en el futuro cercano. Eso, para mi
suerte y desgracia, significó acompañar a Reineldis en otra de sus travesías.
Ese día me tocó hacerle de compañía para ir a comprar.
Mientras esperábamos al tren, noté a
una mujer que, muy angustiada y con los nervios de punta, trataba de impedir
que dos de sus cuatro hijos saltaran a las vías del tren. Uno de ellos era el
mayor, que a simple vista parecía tener diez años, y el otro era el menor, que
rondaba los tres o cuatro. Los dos del medio se mantenían firmes junto a su
madre y no se atrevían a mover un pelo, ya que entendían el peligro.
—¡Qué par de pelotudos! —suspiró Reineldis
mientras se abanicaba con el diario del día.
Ella había terminado de leer los
titulares y, como día tras días las noticias se limitaban a asesinatos, robos,
crisis financiera, más robos y quién quedó eliminado en el “Bailando” de
Tinelli, consideró que era momento de dejar la realidad impresa de lado y conectarse
con lo que ocurría a su alrededor.
Aquella mujer, que parecía estar cercana
a cumplir cuarenta y cinco, no daba abasto. Mientras se aferraba a su cartera,
para que los ágiles carteristas, rápidos como gacelas, no se la arrebataran sin
que se diera cuenta, y luego de forzar a sus dos hijos —los que sí entendían el
peligro que implicaban las vías del tren— a sostener las bolsas de las compras,
corría entre la gente para detener a los otros dos, que amenazaban con tirarse
a las vías del tren. Para ellos el “juego” era de lo más entretenido. No
paraban de reírse.
Entonces me acordé de un documental de
leones que había visto un día, ya no sé bien cuándo. Los leones, al igual que
los elefantes, son mis animales favoritos. Siempre los admiré por su tamaño y
por su fortaleza. Sin embargo, esa película amplió y alteró ligeramente mi
visión con respecto al rey de la selva. Según contaban los expertos, mientras
las madres dedicaban su vida a proteger y a alimentar a las crías, los machos
se marchaban junto a otro grupo de machos para definir su “hombría” y pelearse
a muerte con otros machos y, de este modo, definir su superioridad y fortaleza.
Es decir, egoístas e inmaduros, que dedican su vida a ver quién la tiene más
grande.
Humanos y leones, ambos cortados por
la misma tijera.
La sutil diferencia era que, cuando
los leones encontraban una nueva manada, iban en busca de los cachorros machos
para asesinarlos mientras las leonas estaban distraídas o iban de cacería para
alimentar a la manada. Así aseguraban su futuro como reyes de la manada… ¡El
amor familiar no tiene comparación!
Los cachorros tampoco son demasiado
inteligentes. Antes de que los machos infanticidas aparezcan en la manada, las
leonas son las que reinan y dirigen la batuta. Luego de alimentarlos y mientras
las leonas duermen, los cachorros más aventureros, o más idiotas, salen a
recorrer el territorio, perdiéndose en más de una ocasión. Y como no saben cómo
regresar, pasan el día y la noche perdidos en las sabanas. Las leonas los llaman
durante toda la noche y, si no logran encontrarlos, dedican toda la mañana
siguiente a buscarlos. En la mayoría de los casos, por no decir en todos, se encuentran
con el cadáver de su cachorro devorado por buitres o hienas… No es por defender
al feminismo, pero vamos. A los hechos me remito.
Con el pensamiento de regreso a la
estación de tren, ver a esa madre tratando de evitar que sus hijos se tiren a
las vías del tren me hizo recordar a los leones… Y más que nada a los
cachorros. Entonces pensé, si esas dos
criaturas son tan estúpidas como para querer saltar a las vías del tren sin
darse cuenta del peligro, ¿no sería conveniente dejar que lo hagan?
¡No me malinterpreten! Lo que quiero
decir es que esos dos “no tan lúcidos angelitos” algún día van a llegar a ser
adultos. Y si con la edad que tienen ya son un dúo de papanatas, no me quiero
imaginar qué va a pasar cuando lleguen a los veinte o a los treinta… Si es que
llegan. ¿Realmente queremos tener adultos como ellos dando vueltas?
La madre logró someterlos a su
autoridad justo cuando el tren se acercaba a la estación y los “angelitos” no
paraban de reírse. Al parecer, todavía no entendían el peligro.
Y justo cuando estaba por pensar que
me había vuelto más antisocial de lo que considero humanamente posible,
Reineldis dijo:
—¡Pero por qué no los dejás! ¡Dales un
empujoncito! ¡Si hoy no los aplasta el tren, mañana los va a aplastar el mundo!
El alma me volvió al cuerpo y pude
subir al tren con una sonrisa.