El otro día me subí al colectivo para
ir a la universidad. Tenía un examen final, que había tenido tiempo de preparar
y me sentía seguro, pero de todas maneras estaba nervioso. Por costumbre,
quizás.
El colectivo estaba lleno, cosa que a
esa hora de la mañana—eran alrededor de las 11— no solía ser usual. Me tocó
viajar de pie. En una parada, tres mujeres con carritos de bebé subieron por la
puerta central y me tuve que hacer a un lado para dejarles espacio, lo que me
posicionó frente a una pareja. Ella tenía toda la pinta de ser rusa y él
marroquí. Él me revisó de pies a cabeza con la mirada y con una expresión de
odio tan profunda que no pude evitar sentirla. Lo miré justo cuando él desvió
los ojos hacia la ventana, lentamente y sometido por una profunda rabia. La
mujer, que me di cuenta era su pareja, notó la actitud del marroquí y exhaló una
risa cansada e incrédula. Yo hice lo mismo.
Si bien muchos piensan lo contrario,
no tengo cara de payaso ni de asesino serial. Tampoco me visto para provocar ni
actúo de manera que pueda irritar a la gente. Ese hombre, sin embargo, no
estaba reaccionando ante nada que yo hiciera, sino ante su propia actitud hacia
la vida. Él, me atrevo a asumir, es de esa clase de personas que odian todo porque
no saben cómo relacionarse con el mundo de otra manera. Es el típico macho. ¿Desde
cuándo la hombría tiene que ver con el odio por la vida? No lo sé, pero ese
hombre parecía ser un experto en odiar.
Verlo me llevó a pensar, ¡qué difícil
es la vida de alguien que tiene que odiar constantemente! Me lo imagino
caminando de la mano por el parque con su novia la rusa. Ella, con su pelo
largo y rubio platinado bailando en el viento, y una sonrisa amplia estampada
en la cara. Él, con paso tosco, seco, los hombros trabados como si hubiesen perdido
toda movilidad, y con su actitud de desprecio. Y de repente pasan junto a un
árbol, él lo mira de reojo y dice:
—Mirá a este hijo de puta. ¿Quién se
piensa que es? Árbol de mierda, carajo.
También me imagino que la rutina
diaria debe ser una tortura para gente como él. Se despierta, desayuna y se
prepara para salir a trabajar. Entonces, el gran dilema que le arruina el día,
tal y como todos los días.
—¡Otra vez, la puta madre!
—¿Qué pasa, mi amor?
—¡La puerta!
—¿Qué le pasa a la puerta?
—¡Otra vez tengo que abrir la puerta
para salir de la casa! ¡Odio las puertas de mierda! ¡Todos los días tengo que
abrirla y me tiene las pelotas por el suelo!
Digo yo, ¿no sería más fácil reírse un
poco en vez de odiar tanto?
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