Viviana ayudaba todos los días en un comedor infantil cerca de la estación Maldiva, por lo tanto ese martes después de la escuela me tocó viajar solo al curso de alemán. El Gordo y el Pibe estaban en el taller mecánico, así que ninguno pudo llevarme en auto.
Ya me había malacostumbrado a tener chofer.
Caminé hasta la parada y esperé al colectivo que me llevaría directo a Villa Baleares, donde quedaba el instituto de idiomas. Los horarios eran inciertos y desconocidos, al igual que las paradas. Uno tenía que saber aproximadamente dónde y cuándo venía qué colectivo... Una cuestión de suerte y de conocerse en el entorno. Yo me tenía que tomar el 87 y, según había me había dado cuenta en el último tiempo, éste venía siempre entre las menos veinte y las menos cinco de cada hora. Yo siempre salía antes de y media, porque a veces pasaba más temprano.
Siempre tenía que esperar de todas maneras.
Cuando por fin llegó, me subí y saludé al colectivero. Él se quedó sorprendido, como todos los colectiveros a los que saludaba. Pagué mi boleto y me senté en el asiento del fondo. A la derecha y junto a la ventana, porque hacía calor ese día y si bien no era sofocante, siempre se hace sentir más fuerte cuando uno está metido en un horno con ruedas.
La brisa que entraba por la ventana era muy refrescante. Yo mantenía los ojos cerrados, y disfrutaba del viaje. Me había despejado tanto de la realidad a mi alrededor, que no me había dado cuenta de que una mujer se había sentado a mi lado. Tampoco me había percatado de que ya estaba a mitad de camino del instituto.
La observé por un segundo. Parecía muy nerviosa y preocupada. Su mirada dubitativa y confusa denotaba recato y estructuras tan rígidas que apenas le permitían respirar, daba la impresión. O tal vez era ese ancho cinturón de cuero negro que le apretaba la cintura y sujetaba con firmeza su vestido de pollera larga color gris. Llevaba cartera y zapatos negros. Su pelo corto y reseco dibujaba una línea perfecta a la altura de la mandíbula.
No se dio cuenta de que la estaba mirando, así que siguió tamborileando los dedos sobre su cartera y apretándolos de vez en cuando contra ella. De vez en vez, la abría, miraba en su interior y dudaba. Luego la cerraba, motivada por un suspiro cargado de resolución, y finalmente encorvaba la espalda y se mordía el labio inferior con angustia.
Mi paciencia se agotó a la quinta vez que la vi hacerlo. Suspiré y dirigí la mirada a la ventana. Entonces sentí que me miraba.
—Disculpe, muchacho —me dijo—. ¿Le puedo hacer una pregunta?
Se me ocurrió hacerle la típica broma de la acaba de hacer, pero incluso a mí me molestaba, así que descarté la idea.
—Dígame, ¿en qué puedo ayudarla?
Ella volvió a suspirar. Estaba al borde del llanto. Trató de hacer de lado su angustia, y dijo:
—Estoy muy, muy preocupada. ¡No sé qué hacer!
Y yo pensé, si a esta no se le murió el perro, se le murió la madre. Nunca había visto una expresión tan desconsolada.
—¿Qué le pasa? —fue lo único que se me ocurrió decirle.
Ella aguantó la respiración y clavó la mirada al frente. Luego observó hacia los costados y finalmente regresó los ojos a mí.
—Tengo un problema... Tengo una banana en la cartera —dijo en un susurro y con temor, como si estuviese ocultando un paquete de cocaína.
Dudé antes de contestar.
—Okay... ¿Y qué le pasa con la banana? ¿Le tiene miedo o le tiene alergia?
—No —suspiró ella con la voz apretada por la angustia—. ¡Me la quiero comer! Es que hoy tuve que trabajar horas extra y no pude hacer pausa... ¡Tengo mucha hambre! ¡Me quiero comer la banana!
A lo que pensé, si me pagaran cada vez que digo eso, a esta altura sería millonario.
Traté de contener la compostura y no reírme a las carcajadas en su cara. No podía creer lo que estaba escuchando.
—¿Y por qué no se la come? —le dije.
—¡No! ¿Cómo? ¡Estoy en el colectivo! No puedo comerme la banana en el colectivo, por más hambre que tenga. Me preocupa molestar a los pasajeros.
Claro, y a mí que me parta un rayo, pensé.
Bastante consternado, miré a mi alrededor. El colectivo estaba prácticamente vacío. Solo habían seis personas, y estaban todas sentadas en la parte delantera, cerca del conductor. Nadie notaría que había alguien comiendo una banana en el fondo. Y si lo notaban, ¿a quién iría de importarle?
—Dígame, señora...
—¡Filomena, por favor! ¡Dígame Filomena, muchacho! —exclamó, muy asustada—. ¿Tengo cara de señora? —preguntó curiosa con absoluta sinceridad—. ¡Yo le dije a doña Mirna que no me cortara el pelo tan corto, porque me agrega años! ¡No puedo creer que parezco tan vieja!
Nos tapó el agua.
Simplemente decidí ignorar el nuevo problema que estaba por surgir y opté por concentrarme en la banana. Perdón por el doble sentido.
—Filomena, entonces —proseguí—. No veo por qué habría de molestarle a alguien el hecho de que usted se coma la banana que tiene en la cartera. Nadie, excepto yo, la está mirando. Y si tanto le molesta que yo la mire, se pude sentar en otro lado y comérsela a escondidas.
¡Prometo que no lo estoy haciendo a propósito! Pero hablar de una banana promete muchas dobles interpretaciones.
Filomena ahogó un grito de espanto. Las manos le temblaban y tenía el ceño fruncido, dispuesta a ponerse a llorar en cualquier momento.
—¡Pero la cáscara, muchacho! ¡La cáscara! ¿Dónde me meto la cáscara? —gritó y cuatro de los pasajeros se dieron vuelta—. ¡No la puedo poner en la cartera!
Filomena no se dio cuenta de que la estaban mirando hasta que yo distraje la mirada y vi que, al igual que yo en mi interior —para no ofenderla—, todos los pasajeros se estaban muriendo de la risa. Ella ya no pudo soportarlo. Se puso de pie, no sin que las piernas le temblaran, y dijo, resuelta:
—No puedo más, muchacho. ¡Simplemente no puedo más! Me tengo que bajar del colectivo.
—¿Esta es su parada? —le pregunté, ya que nos acercábamos a la parada que estaba antes del puente.
—No, todavía tengo que seguir otra media hora, ¡pero me tengo que comer la banana! ¡Tengo hambre! Chau. ¡Me bajo del colectivo y me como la banana! Así estamos todos contentos... ¿O no? ¡Ay, muchacho! ¡No sé qué hacer! ¡Estoy tan preocupada!
Como no le ofrecí ninguna respuesta, Filomena corrió hasta la puerta del colectivo y bajó. La seguí con la mirada mientras el colectivo continuaba su rumbo. Dicho y hecho, Filomena, de pie junto al poste de luz, sacó la banana de la cartera y se la comió en solo dos mordiscones.
Y sí... Hay gente que tiene tiempo de sobra.
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