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Friday, 31 July 2015

Personas que me inspiran: Sophie Scholl


Fue una mujer sin miedo. Sophie Scholl nació el 9 de mayo de 1921 en Múnich. Fue dirigente y activista del movimiento de resistencia contra la Alemania nazi, llamado Rosa Blanca. Estudiaba biología y filosofía.
En 1937, su hermano y amigos fueron arrestados por participar de un grupo católico y eso marcó para siempre su oposición a Hitler y al nazismo.
También fue un alma artística; tenía un gran talento para la pintura y el dibujo. Fue considerada como una «artista degenerada» entre tantos otros. Tenía una innegable pasión por la filosofía y la religión. En fin, todo aquello que defendía el pensamiento abierto, la libertad de expresión y la igualdad.
Sophie Scholl consideraba que la educación era el regalo más importante que se le puede hacer a cualquier persona. «La mano que mueve la cuna, mueve al mundo», escribió en un trabajo al terminar el secundario en 1940.
Trabajó como maestra de jardín de infantes, luego realizó seis meses de servicio civil, que es obligatorio en Alemania, donde trabajó como profesora de enfermería.
En 1942 se inscribió en la Universidad de Múnich para estudiar Biología y Filosofía. Allí también estudiaba su hermano Hans y él le presentó a sus amigos, quienes también eran revolucionarios políticos igual que ella. Así comenzó un selecto grupo de amigos que se reunían para debatir acerca de arte, política, literatura, filosofía y teología. Sophie conoció a un sinnúmero de artistas, escritores y filósofos que moldearon su visión ya establecida de la sociedad, redefinieron sus creencias cristianas y le proporcionaron un entorno en el que no se sentía ajena.
Uno de los temas que más la aquejaba era la identidad individual dentro de la dictadura. ¿Cómo es posible ser alguien cuando ser alguien significa perder la libertad y la vida? ¿Acaso debía resignar su identidad para seguir con vida?
El movimiento Rosa Blanca comenzó a hacerse conocer a través de pintadas y panfletos en la universidad. Ella, su hermano y sus amigos no dudaron un segundo en unirse. El grupo comenzó con solo cinco integrantes, pero no tardó en extenderse a toda Alemania.
Fue ella quien, con coraje y sin temor, se encargó de que Rosa Blanca recorriera ciudades, fuera promocionado y ganara cada vez más adeptos. La Gestapo los tenía en la mira.
Su hermano y ella se convirtieron en los líderes del núcleo de Múnich de Rosa Blanca. Con ayuda del profesor Kurt Huber, crearon las últimas dos series de panfletos, que repartirían en la universidad. «¡Fuera Hitler!» era el lema.
El 22 de febrero de 1943 Sophie Scholl y sus compañeros fueron llamados a comparecer ante tribunal. Fueron acusados de traición y se los sentenció a la guillotina ese mismo día.
Ella no se dio por vencida ni aún vencida. Sus últimas palabras fueron «sus cabezas caerán también». Tenía 21 años cuando fue asesinada.
La mayoría de los miembros de Rosa Blanca fueron decapitados más tarde ese año y otros fueron sentenciados con condenas de entre ocho meses y diez años de prisión, dependiendo de la gravedad del caso.
A pesar de todo, Rosa Blanca siguió en pie. Los grupos se volvieron clandestinos y continuaron creando panfletos de resistencia contra el régimen nazi.
Al final de todo, Rosa Blanca ganó. La honestidad y la valentía siempre triunfan.


Gracias por todo, Sophie.

Saturday, 25 July 2015

La vida de Richie Chanel - Capítulo 9

El otro día me subí al colectivo para ir a la universidad. Tenía un examen final, que había tenido tiempo de preparar y me sentía seguro, pero de todas maneras estaba nervioso. Por costumbre, quizás.

El colectivo estaba lleno, cosa que a esa hora de la mañana—eran alrededor de las 11— no solía ser usual. Me tocó viajar de pie. En una parada, tres mujeres con carritos de bebé subieron por la puerta central y me tuve que hacer a un lado para dejarles espacio, lo que me posicionó frente a una pareja. Ella tenía toda la pinta de ser rusa y él marroquí. Él me revisó de pies a cabeza con la mirada y con una expresión de odio tan profunda que no pude evitar sentirla. Lo miré justo cuando él desvió los ojos hacia la ventana, lentamente y sometido por una profunda rabia. La mujer, que me di cuenta era su pareja, notó la actitud del marroquí y exhaló una risa cansada e incrédula. Yo hice lo mismo.

Si bien muchos piensan lo contrario, no tengo cara de payaso ni de asesino serial. Tampoco me visto para provocar ni actúo de manera que pueda irritar a la gente. Ese hombre, sin embargo, no estaba reaccionando ante nada que yo hiciera, sino ante su propia actitud hacia la vida. Él, me atrevo a asumir, es de esa clase de personas que odian todo porque no saben cómo relacionarse con el mundo de otra manera. Es el típico macho. ¿Desde cuándo la hombría tiene que ver con el odio por la vida? No lo sé, pero ese hombre parecía ser un experto en odiar.

Verlo me llevó a pensar, ¡qué difícil es la vida de alguien que tiene que odiar constantemente! Me lo imagino caminando de la mano por el parque con su novia la rusa. Ella, con su pelo largo y rubio platinado bailando en el viento, y una sonrisa amplia estampada en la cara. Él, con paso tosco, seco, los hombros trabados como si hubiesen perdido toda movilidad, y con su actitud de desprecio. Y de repente pasan junto a un árbol, él lo mira de reojo y dice:

—Mirá a este hijo de puta. ¿Quién se piensa que es? Árbol de mierda, carajo.

También me imagino que la rutina diaria debe ser una tortura para gente como él. Se despierta, desayuna y se prepara para salir a trabajar. Entonces, el gran dilema que le arruina el día, tal y como todos los días.

—¡Otra vez, la puta madre!

—¿Qué pasa, mi amor?

—¡La puerta!

—¿Qué le pasa a la puerta?

—¡Otra vez tengo que abrir la puerta para salir de la casa! ¡Odio las puertas de mierda! ¡Todos los días tengo que abrirla y me tiene las pelotas por el suelo!


Digo yo, ¿no sería más fácil reírse un poco en vez de odiar tanto?

Saturday, 18 July 2015

La vida de Richie Chanel - Capítulo 8

La historia de esta semana es muy breve, porque los exámenes finales se acercan y no me da el tiempo, queridos lectores, de contarles más que una pequeña anécdota.

Ocurrió hace unos años atrás, cuando estaba en la universidad. Era un día de calor intenso, de esos que no da tregua y yo estaba esperando al colectivo para regresar a casa, de pie al rayo del sol y se me había terminado el agua… ¡Perfecto! Había tenido clase de historia y la profesora, para variar, no era del todo, ¿cómo decirlo? No era de mi agrado. Eso, sumado al hecho de que me tocó la dichosa suerte de sentarme junto a un papanatas que no paraba de hablar ni de reírse de la gente —y me obligó a decirle con firmeza que cerrara la boca—, me había alterado los nervios. Por ende, no estaba de buen humor. Y el verano, siendo la estación del año que menos me gusta —soy amante del invierno—, tiene la peculiar habilidad de sacarme de quicio.

Ni una nube. Ni la más leve brisa. Nada. ¿A quién se le ocurrió inventar el verano, che?

Necesitaba llegar a casa, y pronto. Fue entonces cuando, en la esquina de enfrente vi a un hombre. No me había percatado de su presencia hasta el momento y, según su actitud, él tampoco tenía mucha idea de dónde se encontraba. Se lo veía dubitativo, parado en la esquina y dando vueltas en círculos. Miró hacia la derecha y luego a la izquierda, se rascó la cabeza y, todavía sin estar convencido, optó por caminar hacia el oeste sobre la calle perpendicular a la mía. No sé si fue el calor, el cansancio o el hartazgo, pero verlo me dio un ataque de risa. Ese hombre tenía pinta de haber aparecido de la nada. Como si de repente se hubiese tele-transportado hacia esa esquina desde un lugar y una época desconocida. Por lo menos, esa era su actitud y la expresión en su rostro. Tenía cada de, ¡pero la puta! ¡Pasó otra vez lo mismo! ¡Estaba por cruzar la calle y viajé en el tiempo! ¡Que me cache en dié’, caramba! ¡Uno ya no puede caminar por la calle sin cambiar de dimensión espacio-temporal!

Una broma sólo para mí. Me reí durante todo el viaje y nadie a mi alrededor entendía por qué. Seguramente pensaran que era yo el que había viajado en el tiempo y por eso me reía. No lo sé.

¡Gracias viajero en el tiempo! ¡Me alegraste la semana!

Saturday, 11 July 2015

La vida de Richie Chanel - Capítulo 7

Era sábado por la mañana y no tenía planes para el fin de semana. Como mi relación con mi familia todavía estaba muy tensa desde mi coming­-out, no tenía proyectos de reencontrarme con ellos en el futuro cercano. Eso, para mi suerte y desgracia, significó acompañar a Reineldis en otra de sus travesías. Ese día me tocó hacerle de compañía para ir a comprar.

Mientras esperábamos al tren, noté a una mujer que, muy angustiada y con los nervios de punta, trataba de impedir que dos de sus cuatro hijos saltaran a las vías del tren. Uno de ellos era el mayor, que a simple vista parecía tener diez años, y el otro era el menor, que rondaba los tres o cuatro. Los dos del medio se mantenían firmes junto a su madre y no se atrevían a mover un pelo, ya que entendían el peligro.

—¡Qué par de pelotudos! —suspiró Reineldis mientras se abanicaba con el diario del día.

Ella había terminado de leer los titulares y, como día tras días las noticias se limitaban a asesinatos, robos, crisis financiera, más robos y quién quedó eliminado en el “Bailando” de Tinelli, consideró que era momento de dejar la realidad impresa de lado y conectarse con lo que ocurría a su alrededor.

Aquella mujer, que parecía estar cercana a cumplir cuarenta y cinco, no daba abasto. Mientras se aferraba a su cartera, para que los ágiles carteristas, rápidos como gacelas, no se la arrebataran sin que se diera cuenta, y luego de forzar a sus dos hijos —los que sí entendían el peligro que implicaban las vías del tren— a sostener las bolsas de las compras, corría entre la gente para detener a los otros dos, que amenazaban con tirarse a las vías del tren. Para ellos el “juego” era de lo más entretenido. No paraban de reírse.

Entonces me acordé de un documental de leones que había visto un día, ya no sé bien cuándo. Los leones, al igual que los elefantes, son mis animales favoritos. Siempre los admiré por su tamaño y por su fortaleza. Sin embargo, esa película amplió y alteró ligeramente mi visión con respecto al rey de la selva. Según contaban los expertos, mientras las madres dedicaban su vida a proteger y a alimentar a las crías, los machos se marchaban junto a otro grupo de machos para definir su “hombría” y pelearse a muerte con otros machos y, de este modo, definir su superioridad y fortaleza. Es decir, egoístas e inmaduros, que dedican su vida a ver quién la tiene más grande.

Humanos y leones, ambos cortados por la misma tijera.

La sutil diferencia era que, cuando los leones encontraban una nueva manada, iban en busca de los cachorros machos para asesinarlos mientras las leonas estaban distraídas o iban de cacería para alimentar a la manada. Así aseguraban su futuro como reyes de la manada… ¡El amor familiar no tiene comparación!

Los cachorros tampoco son demasiado inteligentes. Antes de que los machos infanticidas aparezcan en la manada, las leonas son las que reinan y dirigen la batuta. Luego de alimentarlos y mientras las leonas duermen, los cachorros más aventureros, o más idiotas, salen a recorrer el territorio, perdiéndose en más de una ocasión. Y como no saben cómo regresar, pasan el día y la noche perdidos en las sabanas. Las leonas los llaman durante toda la noche y, si no logran encontrarlos, dedican toda la mañana siguiente a buscarlos. En la mayoría de los casos, por no decir en todos, se encuentran con el cadáver de su cachorro devorado por buitres o hienas… No es por defender al feminismo, pero vamos. A los hechos me remito.

Con el pensamiento de regreso a la estación de tren, ver a esa madre tratando de evitar que sus hijos se tiren a las vías del tren me hizo recordar a los leones… Y más que nada a los cachorros. Entonces pensé, si esas dos criaturas son tan estúpidas como para querer saltar a las vías del tren sin darse cuenta del peligro, ¿no sería conveniente dejar que lo hagan?

¡No me malinterpreten! Lo que quiero decir es que esos dos “no tan lúcidos angelitos” algún día van a llegar a ser adultos. Y si con la edad que tienen ya son un dúo de papanatas, no me quiero imaginar qué va a pasar cuando lleguen a los veinte o a los treinta… Si es que llegan. ¿Realmente queremos tener adultos como ellos dando vueltas?

La madre logró someterlos a su autoridad justo cuando el tren se acercaba a la estación y los  “angelitos” no paraban de reírse. Al parecer, todavía no entendían el peligro.

Y justo cuando estaba por pensar que me había vuelto más antisocial de lo que considero humanamente posible, Reineldis dijo:

—¡Pero por qué no los dejás! ¡Dales un empujoncito! ¡Si hoy no los aplasta el tren, mañana los va a aplastar el mundo!


El alma me volvió al cuerpo y pude subir al tren con una sonrisa.

Saturday, 4 July 2015

La vida de Richie Chanel - Capítulo 6


Viviana ayudaba todos los días en un comedor infantil cerca de la estación Maldiva, por lo tanto ese martes después de la escuela me tocó viajar solo al curso de alemán. El Gordo y el Pibe estaban en el taller mecánico, así que ninguno pudo llevarme en auto. 

Ya me había malacostumbrado a tener chofer. 

Caminé hasta la parada y esperé al colectivo que me llevaría directo a Villa Baleares, donde quedaba el instituto de idiomas. Los horarios eran inciertos y desconocidos, al igual que las paradas. Uno tenía que saber aproximadamente dónde y cuándo venía qué colectivo... Una cuestión de suerte y de conocerse en el entorno. Yo me tenía que tomar el 87 y, según había me había dado cuenta en el último tiempo, éste venía siempre entre las menos veinte y las menos cinco de cada hora. Yo siempre salía antes de y media, porque a veces pasaba más temprano. 

Siempre tenía que esperar de todas maneras. 

Cuando por fin llegó, me subí y saludé al colectivero. Él se quedó sorprendido, como todos los colectiveros a los que saludaba. Pagué mi boleto y me senté en el asiento del fondo. A la derecha y junto a la ventana, porque hacía calor ese día y si bien no era sofocante, siempre se hace sentir más fuerte cuando uno está metido en un horno con ruedas. 

La brisa que entraba por la ventana era muy refrescante. Yo mantenía los ojos cerrados, y disfrutaba del viaje. Me había despejado tanto de la realidad a mi alrededor, que no me había dado cuenta de que una mujer se había sentado a mi lado. Tampoco me había percatado de que ya estaba a mitad de camino del instituto. 

La observé por un segundo. Parecía muy nerviosa y preocupada. Su mirada dubitativa y confusa denotaba recato y estructuras tan rígidas que apenas le permitían respirar, daba la impresión. O tal vez era ese ancho cinturón de cuero negro que le apretaba la cintura y sujetaba con firmeza su vestido de pollera larga color gris. Llevaba cartera y zapatos negros. Su pelo corto y reseco dibujaba una línea perfecta a la altura de la mandíbula. 

No se dio cuenta de que la estaba mirando, así que siguió tamborileando los dedos sobre su cartera y apretándolos de vez en cuando contra ella. De vez en vez, la abría, miraba en su interior y dudaba. Luego la cerraba, motivada por un suspiro cargado de resolución, y finalmente encorvaba la espalda y se mordía el labio inferior con angustia. 

Mi paciencia se agotó a la quinta vez que la vi hacerlo. Suspiré y dirigí la mirada a la ventana. Entonces sentí que me miraba. 

—Disculpe, muchacho —me dijo—. ¿Le puedo hacer una pregunta? 

Se me ocurrió hacerle la típica broma de la acaba de hacer, pero incluso a mí me molestaba, así que descarté la idea. 

—Dígame, ¿en qué puedo ayudarla? 

Ella volvió a suspirar. Estaba al borde del llanto. Trató de hacer de lado su angustia, y dijo: 

—Estoy muy, muy preocupada. ¡No sé qué hacer! 

Y yo pensé, si a esta no se le murió el perro, se le murió la madre. Nunca había visto una expresión tan desconsolada. 

—¿Qué le pasa? —fue lo único que se me ocurrió decirle. 

Ella aguantó la respiración y clavó la mirada al frente. Luego observó hacia los costados y finalmente regresó los ojos a mí. 

—Tengo un problema... Tengo una banana en la cartera —dijo en un susurro y con temor, como si estuviese ocultando un paquete de cocaína. 

Dudé antes de contestar. 

Okay... ¿Y qué le pasa con la banana? ¿Le tiene miedo o le tiene alergia? 

—No —suspiró ella con la voz apretada por la angustia—. ¡Me la quiero comer! Es que hoy tuve que trabajar horas extra y no pude hacer pausa... ¡Tengo mucha hambre! ¡Me quiero comer la banana! 

A lo que pensé, si me pagaran cada vez que digo eso, a esta altura sería millonario. 

Traté de contener la compostura y no reírme a las carcajadas en su cara. No podía creer lo que estaba escuchando. 

—¿Y por qué no se la come? —le dije. 

—¡No! ¿Cómo? ¡Estoy en el colectivo! No puedo comerme la banana en el colectivo, por más hambre que tenga. Me preocupa molestar a los pasajeros. 

Claro, y a mí que me parta un rayo, pensé. 

Bastante consternado, miré a mi alrededor. El colectivo estaba prácticamente vacío. Solo habían seis personas, y estaban todas sentadas en la parte delantera, cerca del conductor. Nadie notaría que había alguien comiendo una banana en el fondo. Y si lo notaban, ¿a quién iría de importarle? 

—Dígame, señora... 

—¡Filomena, por favor! ¡Dígame Filomena, muchacho! —exclamó, muy asustada—. ¿Tengo cara de señora? —preguntó curiosa con absoluta sinceridad—. ¡Yo le dije a doña Mirna que no me cortara el pelo tan corto, porque me agrega años! ¡No puedo creer que parezco tan vieja! 

Nos tapó el agua. 

Simplemente decidí ignorar el nuevo problema que estaba por surgir y opté por concentrarme en la banana. Perdón por el doble sentido. 

—Filomena, entonces —proseguí—. No veo por qué habría de molestarle a alguien el hecho de que usted se coma la banana que tiene en la cartera. Nadie, excepto yo, la está mirando. Y si tanto le molesta que yo la mire, se pude sentar en otro lado y comérsela a escondidas. 

¡Prometo que no lo estoy haciendo a propósito! Pero hablar de una banana promete muchas dobles interpretaciones. 

Filomena ahogó un grito de espanto. Las manos le temblaban y tenía el ceño fruncido, dispuesta a ponerse a llorar en cualquier momento. 

—¡Pero la cáscara, muchacho! ¡La cáscara! ¿Dónde me meto la cáscara? —gritó y cuatro de los pasajeros se dieron vuelta—. ¡No la puedo poner en la cartera! 

Filomena no se dio cuenta de que la estaban mirando hasta que yo distraje la mirada y vi que, al igual que yo en mi interior —para no ofenderla—, todos los pasajeros se estaban muriendo de la risa. Ella ya no pudo soportarlo. Se puso de pie, no sin que las piernas le temblaran, y dijo, resuelta: 

—No puedo más, muchacho. ¡Simplemente no puedo más! Me tengo que bajar del colectivo. 

—¿Esta es su parada? —le pregunté, ya que nos acercábamos a la parada que estaba antes del puente. 

—No, todavía tengo que seguir otra media hora, ¡pero me tengo que comer la banana! ¡Tengo hambre! Chau. ¡Me bajo del colectivo y me como la banana! Así estamos todos contentos... ¿O no? ¡Ay, muchacho! ¡No sé qué hacer! ¡Estoy tan preocupada! 

Como no le ofrecí ninguna respuesta, Filomena corrió hasta la puerta del colectivo y bajó. La seguí con la mirada mientras el colectivo continuaba su rumbo. Dicho y hecho, Filomena, de pie junto al poste de luz, sacó la banana de la cartera y se la comió en solo dos mordiscones. 

Y sí... Hay gente que tiene tiempo de sobra.