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Wednesday, 31 October 2012

Sentirse estúpido y la intelectualización freudiana


Redefiniendo las aristas de todo aquellos que uno sabe; la vulnerabilidad del pensamiento en contraposición a la versátil fragilidad de la sabiduría. Tratar de complejizar lo simple es casi tan estúpido como intentar de simplificar lo complejo. Hay, a pesar de esto, breves momentos en los que nos resulta inevitable sentirnos estúpidos. Las comparaciones suelen ser crueles, para nada ecuánimes. Decididamente arbitrarias. Nos obligan a llegar a un punto en que nos cuesta evaluar nuestro nivel de inteligencia ante la avasallante impulsividad de conocimiento, o sed del mismo, de que nos vemos rodeados constantemente. Es esa competición malsana, carrera de todos y de nadie contra la nada, o contra el todo, que tensa nuestro espíritu y desarticula nuestra capacidad de inhalación. Porque todo se reduce a eso, simplemente; nuestra habilidad de recordar qué somos, de qué estamos hechos. Nuestra sangre corre en unanimidad con la del resto del mundo, así como nuestros corazones laten al unísono. Aunque algunos parecieran latir más fuerte, o más rápido. O comprender más y mejor.

Esa competición nos desgracia la habilidad de ser misericordiosos con nosotros mismos, y La Parca se manifiesta tras nuestra abatida espalda para destazarnos con su vieja y oxidada guadaña, que la vida de tantos ya se ha cobrado, y lo seguirá haciendo mientras dure la existencia humana, que muchos dicen, entonará sus finales acordes a mediados de diciembre de este ecléctico e intenso año 2012. Puedo imaginar muchas ventajas si eso en verdad llegara a suceder; tal vez demasiadas, y eso, me gustaría decir que asombrosamente, no me asusta ni entristece en lo absoluto. Las desventajas son muy pocas. ¿Nos encontramos ante una redefinición de nuestro viejo planteo comparación/competición? Por supuesto.

Recaer en la intelectualización freudiana para sobrevivir nuestro sentimiento de estupidez es, sin dudas, una manera de sobrellevar la situación para evitar que duela tanto. Pero por más que la envolvamos y la ocultemos en lo más profundo del cajón, la manzana seguirá estando podrida… Lo hice nuevamente. Esta vez le tocó el turno a la racionalización. ¡Nunca aprenderé! ¿Es, acaso, el humor una mera manifestación de un proceso racionalista? ¿Es la solemnidad la apoteosis de la intelectualización?

¡Eureka! La respuesta que he estado buscando durante tantos años. El siguiente paso será sumergirme en los anales del subconsciente y hallar las piezas flojas, para que el reloj comience a dar la hora exacta de una vez y por todas… Otra exhortación racionalista… No es fácil ser tu propio psicólogo.

Wednesday, 19 September 2012

Baño de chocolate


Sumergido en un baño de chocolate, permito que la desilusión se disuelva junto a la desesperanza, y ambas, sujetas de la mano, se desvanezcan de mi cuerpo. Huéspedes nunca invitadas, quienes nunca tienen fecha exacta de llegada, ni mucho menos de partida. Impunes e irreverentes, suelen rentar aquella vieja habitación, que ya tan maltratada está y ni el más apto de los trabajadores sería capaz de repararla hasta dejarla ilesa, tal y como lo fue en el momento de su creación. La tibieza del cálido aroma pareció motivar la retirada de aquellas. Se fueron hace unos minutos, pero se olvidaron una maleta…

Thursday, 13 September 2012

M


Y otra vez me encuentro a mí mismo en el sendero de la incertidumbre. Recordar sus besos no hace más que acelerar el deseo de tenerlo cerca una vez más. Aunque el anhelo es diferente al de antes, sin embargo. Es otro. Pero el sentimiento es el mismo. ¿O es apenas similar? Es, irónica y confusamente, distinto por completo. Incomparable. No, tan solo diferente. Porque esta vez se trata de otra persona…

Aún puedo sentir su mano acariciando la mía. Sus principios, que él no estaba dispuesto a romper, y esa sonrisa tímida, consecuencia y testigo de la rendición. De la resignación a sus tan atesorados valores. En ese momento me di cuenta de mis habilidades persuasivas. Nunca antes las había considerado tan agudas y bien entrenadas. Él, todo un caballero. Esperó al momento indicado para dar la estocada final, esa que nos llevó a estrechar un lazo todavía endeble, aunque sin dudas inolvidable. Mutuo es el deseo del reencuentro, pero improbable parece que ocurra a tiempo. La realidad nos juega en contra, sin dudas. Volveremos a vernos, de eso estoy seguro. ¿Cuándo? Espero que pronto. No quiero que el delgado hilo se rompa, ya que algún día podría volverse irrompible. Lo presiento.

Monday, 10 September 2012

Reflexiones antojadas en un estado sobrio de conciencia


Es preferible sentir ese dolor intenso y abrasivo a la muda calma de la fría insensibilidad. Ese vacío profundo que condena nuestras rodillas al suelo y nuestra cabeza al ensordecimiento absoluto. Que aniquila las voces del mundo y obliga a latir a nuestro corazón, y a dedicar su entera existencia a extrañar a esa persona. Y a regodearse entre las imágenes impunes de una realidad que, anhelamos, ocurra. Sí, es preferible haber amado a permanecer con el alma impoluta, libre de marcas; tan insulsa como vacía. Por lo tanto, y a la expectativa de un porvenir incierto, aguardo a que el azar de los eventos me sorprenda, y con un poco de suerte, me reúna con lo aquello que siempre he esperado.

Sunday, 26 August 2012

Los demonios Krakkan

Otro fragmento de mi novela Alizane. Esta vez del segundo libro. Que la disfruten! :)
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Le voló el cráneo en mil pedazos con tres disparos directos a la frente. Hizo girar su magestuosa Magnum 357 un par de veces antes de enfundarla. Alizane aún distaba mucho de ser una profesional, pero no había dudas de que había adquirido mucha práctica. Esa noche, ella, Sheila y Haru habían salido de cacería. Los fastidiosos demonios Krakkan serían sus víctimas.

– ¿Laghert? –inquirió Alizane–. No entiendo de qué nos serviría hablar con el dios del destino, Haru. Ese sujeto no es más que un idiota.

La smerphyn se encogió de hombros y soltó un suspiro desentendido.

– No lo sé –balbuceó–. Fue simplemente una idea.

Sheila, suspicaz, miró de reojo a Alizane mientras avanzaban por las oscuras calles de Addemmon Boulverad. Su Colt Anaconda 44 descansaba sujeta a su cinturón; aún estaba tibia.

– Pareces tener un desprecio muy especial hacia Laghert, Alizane –intervino–. ¿Se debe a algo en especial?

Alizane esbozó una sonrisa socarrona cuando volteara a verla. Una brisa le despeinó el flequillo e hizo que sus grandes ojos color miel resplandecieran con picardía.

– Digamos que nunca tuvimos una muy buena relación –contestó.

– Ya veo –masculló Sheila, poco convencida–. Pero admito que tienes razón… No sé si pueda sernos de mucha ayuda hablar con él.

– ¡Está bien! ¡Está bien! –suspiró Haru y se llevó ambas manos detrás de la cabeza–. No tienen por qué refregármelo en la cara. ¡Sé que no fue una buena idea! Quizás él no pueda decirnos qué hacer, pero es posible que pueda advertirnos de cuál es el camino menos recomendable.

– No te das por vencida, ¿no? –soltó Alizane, risueña.

– Nunca lo hice y nunca lo haré –dijo la otra, y le guiñó un ojo.

Alizane se rió por lo bajo. En eso, abrió los ojos de par en par y se detuvo. Sheila y Haru también lo hicieron. Detrás de unos árboles, entre las más densas sombras de la noche, un Krakkan había salido a su encuentro. Tenía un solo ojo enorme que centraba su deforme cabeza. Su piel, amarilla y resbalazida, estaba cubierta de espinas. Hilos de saliva negra le cubrían los labios en su boca sin dientes. Sus manos tenían forma de tenaza, como las de un camaleón. Aquella criatura medía aproximadamente un metro.

– ¿A quién le toca? –preguntó Haru.

– ¡A ti! –respondió Alizane–. Al último lo maté yo.

– De acuerdo –suspiró la smerphyn, y en un absoluto estado de fastidio y relajación, desenfundó su Desert Eagle dorada y descargó dos disparos directos al ojo de aquel Krakkan.

La criatura cayó de espaldas de inmediato. Se retorció, agónica, a medida que su cuerpo se desintegraba en las más efímeras cenizas. El aire se desgració de aroma a azufre una vez más.

– Solo me gustaría saber qué diablos hacer al respecto –resopló Alizane una vez que retomaran la marcha.

– ¿Estás hablando de Kazemi otra vez? –preguntó Sheila.

– Sí –asintió la otra–. Todavía no me puedo sacar el tema de la cabeza.

– Tampoco yo –admitió Haru mientras caminaban sobre los restos del último Krakkan que habían asesinado, cuales se destinegraban en el aire lentamente.

– Tal vez podamos contactar a otras silphyn, ¿no lo creen? –propuso Sheila–.

– ¡Por supuesto! –exclamó Haru y dio aplauso sordo con sus manos enguantadas–. Hablar con la comunidad de las silphyn parece la solución más adecuada.

Alizane, perpleja, la miró directo a los ojos.

– ¿La comunidad de las silphyn? No sabía que existía tal cosa –admitió.

Haru dejó caer los párpados al tiempo que alzaba las cejas. Con los labios fruncidos en expresión de decepcionado asombro, le dio un golpe en la nuca, y luego dijo:

– ¡No seas tan crédula, hija! ¡Solo fue una broma!

– Ya veo –respondió Alizane, avergonzada, y le dio un codazo en las costillas–. Bueno, admito que la idea de Sheila no me parece tan descabellada. Al fin y al cabo, ¿quién podría saber más acerca del pacto que otras Hechiceras de su misma raza?

– Buen punto –reconoció la smerphyn y las tres se llamaron al silencio por un segundo.

Las brisas de la noche silbaban entre las hojas de los árboles, y las hacían vibrar. Las jóvenes guerreras comenzaron a sentir que la temperatura bajaba. Ya se estaba haciendo tarde y ellas estaban algo cansadas.

– Podríamos hablar con Megumi, o tal vez Margot –propuso Sheila.

– No –soltó Haru, rotundamente–. Ya hablé con ellas al respecto y ni siquiera sabían que existía un pacto del estilo.

Sheila asintió sin decir palabra. También Alizane.

– Bueno –suspiró ésta última–, a menos que una silphyn aparezca de la nada, no tenemos muchas herramientas para solucionar esta situación.

– ¿Piensas rendirte sin brindar pelea? –chistó Haru, provocativa.

En eso, un Krakkan saltó desde la copa de un árbol, y con los brazos extendidos, se arrojó sobre Alizane. Hilos de saliva negra salpicaron sobre ella, mientras la joven alzaba su revólver y descargaba cuatro disparos directo al cíclope cráneo de aquel demonio. Las cenizas teñidas de hedor a azufre llovieron a su alrededor, cuando ella dijo:

– Creí que me conocías mejor que eso, Haru.

 

Saturday, 18 August 2012

Las Reinas de la Libertad

¿Qué pasaría si algún día una de tus mejores amigas te pidiera que prometieras algo sin decirte qué? ¿Qué pensarías si ella te dijera: debes darme tu palabra de honor de que lo harás una vez que me haya muerto? ¿Estarías dispuesta a aceptar el trato? Para Marita, Samanta y Catalina, todas ellas de setenta y tres años, ver morir a su entrañable amiga Dorita, de ochenta y tres, no fue para nada sencillo, pero desde la perspectiva más morbosa posible, también fue un momento muy anticipado. El fallecimiento de la Torres, como solían llamarla, despertó la curiosidad y la intriga. Las sucias manos de la despreciable Ofelia, hermana de la difunta, fueron las que les entregaron la carta;  esa que contenía la promesa que hicieran hacía ya más de cincuenta años… Había llegado el momento de desempolvar añejas memorias, y descubrir uno de los más grandes secretos que las había mantenido en vilo durante varias décadas.

El siguiente es un fragmento de mi novela Las Reinas de la Libertad. Pertenece al primer capítulo, titulado EWOT perdió la T. ¡Que lo disfruten! :)

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– A la memoria de Dora Analía Torres Vanega –leyó Marita, que era la única de las tres que todavía podía prescindir de un par de anteojos para hacerlo–. Mil novecientos veinticinco... Dos mil ocho.
– Ochenta y tres años. ¿Para qué tanto, no? –preguntó Catalina.
– Pero, ¿qué dice, Catalina? –inquirió Samanta.
– Me está malinterpretando –explicó la aludida–. Me refiero a que, al igual que nuestra queridísima Marita, Dorita nunca fue feliz. ¿Sí ve, Marita? ¿Sí ve? Fíjese cómo murió nuestra amiga... Sola como un perro y sin haber cumplido ninguno de sus sueños, ¿qué le parece?
– Digo yo, ¿no estará usted muy amargada, señora Warren? –inquirió Marita con curiosidad.
– Primero piense en lo que le dije y después hablamos de amarguras, ¿no le parece? –propuso ésta.
– Tiene razón –aceptó Marita y fijó su mirada en la lápida–. Ahora, hay que ser muy amarrete, ¡cualquiera se gasta en tallarle algo más en la lápida, ¿no creen?! ¡Qué falta de sentimiento!
– ¡Qué codiciosos, por el amor de Dios! –exclamó Samanta y esbozó un gesto de horror.
– ¡Y qué pretendían, con la familia que se consiguió la pobre! –soltó Catalina y comenzó a buscar algo dentro de su cartera–. Sabía que algún desplante como éste le iban a hacer a Dorita... ¡Acá está! –dijo, victoriosa y sacó un grueso marcador indeleble–. ¡Tome, Marita! Aquí tiene, usted que todavía ve y que tiene linda letra... Escríbale algo. Eso que nosotras sabemos.
– ¡Enseguida! –aceptó Marita y tomó el marcador.
Lo destapó y se arrodilló con dificultad ante la lápida de mármol blanco. Pensó unos segundos antes de escribir y luego, entre la inscripción y la fecha, anotó con una letra muy prolija:

EWOT nunca morirá


– ¡Ese sí que es un mensaje de despedida! ¡Excelente, Marita! ¡Excelente! –vitoreó Catalina.
A ninguna de las tres le importó que aún quedaran diez personas despidiéndose del sepulcro de Dorita, ni mucho menos les interesaba que todos ellos fueran parientes de la difunta. Horrorizados, ofendidos y también asustados, se retiraron uno a uno. Murmuraban por lo bajo palabras que nadie llegó a entender, aunque por las expresiones de ceños fruncidos, quedaba muy claro que no decían nada agradable. Sólo quedó una persona presente, una vez que todos se fueran. Las tres mujeres con capelinas continuaban allí. Esa persona no era nadie más sino Ofelia Torres, hermana de Dorita.
Triste y desentendida de los actos del trío, Ofelia se acercó a ellas y sacó un sobre extremadamente viejo y maltratado de su cartera. Lo sostuvo entre sus arrugadas manos por unos segundos. Finalmente, sonrió al cruzar sus ojos con los de Samanta y se lo entregó.
– Cuando Dorita murió, encontramos este sobre entre sus manos. Es más que evidente que va dirigido a ustedes. Son las únicas que saben qué es EWOT... –explicó y las tres dirigieron atónitas miradas al sobre, amarillento y destrozado–. ¡Seré curiosa! ¿Podrían contarme qué significan esas siglas? –preguntó Ofelia con amabilidad.
– Sencillamente no –contestó Catalina, a la defensiva.
– ¡Ah, bueno! Está bien, entonces. No pregunto más nada –dijo la otra, claramente ofendida.
Samanta estuvo a punto de brindarle sus disculpas, pero Marita la miró con una expresión que dejaba traslucir sus deseos –y los de Catalina– de que no abriera la boca.
Ofelia, sin decir más, se marchó con el paso apretado y frenético. Estaba tan ofendida que se olvidó de despedirse de Dorita. Cuando se acordó, estaba a varios metros de distancia, entre los caminos del cementerio, sembrados de lápidas. Dio media vuelta y pensó en regresar para saludar a su hermana. Pero allí estaban Marita, Samanta y Catalina iluminadas por un fuerte rayo de sol, sonriendo. Entonces, Ofelia bufó, taconeó y se alejó del cementerio, furiosa.
– Es lo que yo digo –comenzó Catalina–, esa mujer es un desperdicio de espacio.
Pero en ese momento ninguna de las tres tenía ganas de discutir acerca de lo inútil que era la existencia de Ofelia Torres. Había algo mucho más importante. Las tres miraron el frente del sobre. Con una prolija letra llena de florituras, pudieron leer la sigla:

EWOT

Se observaron entre sí, asustadas. Samanta dio vuelta el sobre. Estaba lacrado. El papel que lo formaba estaba rasgado en los bordes y amarillento, casi color tierra. Allí, al dorso, encontraron cuatro firmas. Todas se acordaban de ese sobre. En ese entonces estaba viejo y maltratado, pero sabían muy bien que se trataba del mismo, de hacía tantos años atrás. La primera firma era de Marita Echagüe –debajo de la misma figuraba la aclaración; la siguiente era de Catalina Warren, la tercera de Samanta Ortiz y la última de Dorita Torres.

                                                            Marita Echagüe
                                                         Catalina Warren
                                                         Samanta Ortiz
                                                             Dorita Torres

– Ábralo, Samanta –indicó Marita, aterrada.
– ¡No, ábralo usted! –exclamó ésta y le dio el sobre.
– ¡Denme eso, cobardes! Es un sobre, ¡no mata a nadie! –dijo Catalina y lo arrebató de las manos de Marita.
La señora Warren se disponía a abrirlo, pero Samanta la detuvo inmediatamente.
– ¡No lo haga, Catalina! –soltó fuertemente–. ¡Esperemos al sábado!
– ¿Al sábado? –preguntaron las otras en una sola voz–. ¡Ah, al sábado!
– Me parece una excelente idea –susurró Marita.
– También lo creo –afirmó Catalina y contuvo las ganas de abrirlo–. Después de todo, será la primera reunión de EWOT en la que no participará su fundadora.
– ¿Dejaremos de ser lo que fuimos al principio? –preguntó Samanta, entristecida.
– EWOT siempre será igual. Dorita formará parte de este clan hasta que la última de nosotras muera. Y aunque eso pase, EWOT nunca dejará de existir –contestó Marita.
– Vamos a estar unidas por toda la eternidad, queridas, se los aseguro –dijo Catalina–. Ahora, no sé ustedes, pero yo me estoy muriendo de hambre.
– ¡Igual  yo! ¡Vamos a almorzar! –propuso Samanta.
– ¡Hasta siempre, Dorita! –se despidieron Catalina y Samanta.
Se alejaron por donde habían llegado –el camino de la izquierda, pero se detuvieron al ver que Marita no las seguía... Todo estaba ocurriendo como tanto había temido... y no era la única integrante de EWOT que así lo creía. Marita Echagüe estaba segura, por más que no tuviera la certeza, de que un camino de azar e incertidumbre comenzaba a aparecer en la vida de las tres. Ella siempre quiso que eso sucediera. Lo había esperado por muchos años... y fueron tantos que comenzó a tener mucho miedo de no estar preparada.
Se despidió de Dorita, se puso sus enormes anteojos de sol y se unió al grupo. Su rostro se perdía detrás de sus lentes, pero aquellos que observaban con detenimiento podían ver lo que en realidad estaba pasando. Una vez que lo entendió todo, Marita lloró.

Thursday, 16 August 2012

Alizane y el dios del destino

Aquí otro fragmento de Alizane. Que lo disfruten! :)

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Pensó en tomar uno de los libros más viejos de la biblioteca, pero luego consideró que era una idea de lo más tonta. No lo necesitaría en ese lugar al que se dirigía. Había esperado a que los D’Mildius se quedaran profundamente dormidos para escapar por la ventana de su habitación. Cubierta con un grueso abrigo de invierno, ya que la noche se había presentado bastante fresca, Alizane caminaba vigorosamente hacia Albatika. Sabía que Kyle la perdonaría por entrar sin permiso, si por nefasta ocurrencia llegaba a enterarse de que ella había estado allí.

– Mejor pedir perdón que permiso –chistó entre dientes.

Esa madrugada, las hojas secas caían y se arremolinaban con las brisas templadas antes de llegar al suelo. El fulguroso brillo de la luna amansaba los rincones de La Aldea de Hechiceros, cuyos caminos aún estaban a oscuras. No habían pasado ni cinco minutos desde que Alizane caminara bajo el nocturno paisaje cuando escuchó los pasos de un gordísimo hombre que deambula tranquilamente. Entonces se ocultó detrás de unos arbustos y guardó el más profundo de los silencios. Aquel hombre era Hans Lichtmann, el sereno. Todas las noches recorría los extensos senderos de aquel lugar, acompañado de un hermoso zorro rojo llamado Fuchs. La tarea de estos nocturnos transeúntes era la de encender los faroles y vigilar que todo estuviese tranquilo. Alizane vio a Fuchs, que se acercaba a paso acelerado hacia uno de los faroles, y luego de abrir su hocico, el farol se encendió como una flameante llama de fuego.

– ¡Excelente trabajo, Fuchs! ¡Excelente trabajo! –felicitó el señor Lichtmann, que trataba de seguirle el ritmo a su joven acompañante–. Todo está tranquilo por aquí –dijo el hombre de revoltosa cabellera blanca–. Sigamos adelante –le indicó a su zorro rojo y continuaron su camino sin notar la atenta mirada de Alizane.

Lichtmann y Fuchs doblaron en la siguiente esquina a la derecha y Alizane los perdió de vista por completo. Corrió las faltantes tres calles y se encontró de frente con Albatika, la tienda de antigüedades. Se detuvo delante de la puerta principal y suspiró. Quería hacerlo, pero tenía cierto temor de que la respuesta no fuera la que ella estaba esperando.

– ¡Qué demonios! ¡Ya estoy aquí! –rezongó–. ¡Kuru-mah trasmi! –conjuró.

Sus manos y pies comenzaron a entumecerse y no tardó en sentir las piernas y los brazos como remolinos de arena. La sensación le llegó hasta el pecho y luego a la garganta. Para cuando le cubrió las mejillas, la muchacha se había transformado en un torbellino de chispas de luz plateada. Segundos después, la sensación se desvaneció y pudo ver sus manos materializarse en la oscuridad. Cuando las diminutas estrellas que la rodeaban se esfumaron por completo, Alizane se encontró dentro de Albatika, donde todo estaba oscuras y sería muy fácil tropezarse y romper algo.

Kimmebushi –susurró mientras extendía ambas manos.

Cinco diminutas llamas de fuego flotaron alrededor para iluminarlo todo. Alizane divisó una sólida mesa circular que centraba uno de los rincones de la cabaña. Había libreros repletos de manuales de Hechicería por doquier. Caminó hasta la sección de libros de astrología y tomó uno que se titulaba Las musas del destino. Lo abrió en una de las páginas centrales y leyó:

– Invocación de Laghert, dios del destino.

Los elementos que necesitaba eran sumamente sencillos y todos se encontraban allí en la tienda. Primero contorneó la mesa con un círculo de cenizas de enebro, luego encendió cinco velas naranjas y, finalmente, dejó caer una gota de sangre sobre cada una de ellas. Se había cortado ligeramente el dedo pulgar de la mano izquierda con una daga. Se lo llevó a la boca, succionó y lo apretó entre los dientes hasta que dejara de sangrar. El cálido sabor a sangre le empapó y entibió la lengua. Sentada sobre la mesa dentro de aquel círculo sagrado, cerró los ojos y se concentró.

– Invoco a las voces del destino, a las musas de un futuro posible… Necesito que aparezcan ante mí y respondan mi pregunta –dijo en voz firme y clara.

Nada ocurrió inmediatamente, entonces decidió quedarse quieta y esperar. Pensó que el viento destrabaría las ventanas y apagaría las velas, y que una extraña bruma surgiría desde lo más profundo de la oscuridad para devorarla hacia una realidad alternativa… pero nada de eso sucedió. Abrió uno ojo y miró alrededor. Todo seguía igual. La cera de las velas comenzaba a caer sobre la mesa y a solidificarse.

– ¡Demonios! –gritó entre dientes.

Bajó de un salto y las apagó a todas de un fuerte soplido. Las retiró de la mesa y con las uñas rascó la cera hasta que no quedara ni rastro. Limpió las cenizas con las mangas de su abrigo, luego abrió la ventana y arrojó las velas en el medio del bosque para deshacerse de la evidencia de que alguien había estado allí. La cerró y regresó a la mesa. El conjuro Kimmebushi seguía flotando alrededor e iluminaba aquel rincón de la tienda. Con una inmensa decepción, Alizane se acercó al libro y lo cerró con furia. En ese momento, un dolor punzante en el pecho la hizo caer de espaldas al suelo. Sus ojos se cegaron y un zumbido penetrante la ensordeció. Sentía que la temperatura de su sangre bajaba drásticamente en cuestión de segundos, y que cada uno de sus músculos se acalambraba. De repente comenzó a faltarle el aire. Se sentía sofocada, al borde del colapso, de la muerte. Entonces extendió su mano derecha en busca de redención y una refulgente luz blanca la bañó por completo. La tomó con fuerza y la obligó a ponerse de pie. A los tumbos, y aún débil y confundida, Alizane miró alrededor. La intensidad de la luz disminuyó poco a poco hasta que aquel nuevo entorno se mostrara distinguible ante sus jóvenes ojos inexpertos.

– Bienvenida –sentenció la recia y opaca voz de un hombre viejo.

– ¿Llamas a eso una bienvenida? –preguntó Alizane mientras trataba de recuperar el aliento.

Todavía no había visto quién le había hablado; sus ojos seguían desorientados. Lentamente volvieron a la normalidad. Entonces pudo distinguir que se encontraba en un templo de roca. Había antorchas en las paredes y una fuente de agua decorada con ornamentos de oro en forma de dragón. El agua brillaba, como contaminada por alguna substancia fluorescente. Aquel fulgor empapaba la apergaminada y reseca piel de un hombre. De su angulosa mandíbula crecía una abultada y larguísima barba blanca de vello lacio. Era ciego y tenía los párpados caídos hasta la mitad del ojo. Sus orejas eran largas y la escasez de cabello en su cabeza estaba oculta debajo de la capucha que concluía su suntuosa túnica gris. Sostenía un pergamino en la mano derecha y una pluma plateada en la izquierda.

– ¿Y tú quien eres? –preguntó Alizane.

– Yo soy Laghert, dios del destino –respondió aquel hombre, sin siquiera inmutarse.

– Ya veo –susurró ella, algo nerviosa–. ¿Se supone que debo hacer una reverencia, o alguna pirueta? Nunca había estado en presencia de un dios.

– Eso lo sé… y es evidente, muchacha –reconoció Laghert con arrogancia–. Nada de eso será necesario. Dime para qué has solicitado mi ayuda.

– ¡Oh, por supuesto! –se rió Alizane–. Necesito saber algo respecto a mi futuro.

– No me digas –bromeó Laghert y ella se sintió ridícula.

Se cruzó de brazos, arqueó las cejas y le lanzó una mirada repleta de odio. Luego  sintió que eso había sido lo mismo que nada, ya que él no podía verla.

– Como iba diciendo –suspiró y se sobó la frente–, tengo una pregunta respecto a un hecho que ocurrió recientemente.

Entonces Laghert desenrolló el pergamino unos dos metros y apuntó con la pluma a una línea que, a ojos de Alizane, había sido absolutamente arbitraria. Él hizo una mueca indescifrable con sus labios, y finalmente dijo:

– Te refieres al mensaje de tu padre, ¿no es así? Él te envió su akkuram.

– Efectivamente –afirmó Alizane y descruzó los brazos–. Necesito saber si ese es mi verdadero destino. Quiero saber si estoy destinada a ser una guerrera.

Laghert inclinó levemente la cabeza, y permitió que la sórdida iluminación del templo ensombreciera sus rudas facciones. Dejó que la pluma flotara sobre el agua de la fuente y enrolló el pergamino, para luego sostenerlo entre ambas manos en posición vertical. Caminó alrededor de la fuente, en dirección a Alizane. Ella se puso en alerta, y con los puños apretados al costado del cuerpo, retrocedía a medida que él avanzaba.

– Puedo responder tu pregunta, pero para eso deberás darme algo a cambio –dijo él.

Alizane entornó la mirada.

– ¿Darte algo a cambio? –preguntó–. ¿Algo como qué?

– Algo que te duela perder, algo que tenga un inmenso significado para ti. Tiene que ser un sacrificio –explicó Laghert.

Asustada, ella siguió retrocediendo. Él tampoco se detenía, aunque sus pasos eran lentos y dificultosos.

– ¿Un sacrificio? –terció ella, indecisa–. Veamos… sacrificio, sacrificio… Podría renunciar al helado de frambuesa por tres meses. Si realmente eres quien dices ser, sabrás lo mucho que me gusta.

Laghert resopló, indignado.

– ¡Humanos! –bufó–. No tiene sentido intentar razonar con ustedes.

– ¡Está bien! ¡Lo lamento! –aulló Alizane–. Tampoco es para reaccionar de esa manera. Es solo que no sé qué podría sacrificar.

Entonces Laghert se detuvo y desvió su ciega mirada directo a los ojos de Alizane. Ella se sintió intimidada, como si aquel anciano pudiera leer cada uno de sus pensamientos con solo observarla en silencio. Sintió una vulnerabilidad y exposición que no había percibido en algún tiempo, y eso le produjo un intenso escalofrío.

– Yo tengo unas cuantas ideas –murmuró él–. Puedes volver a tu mundo, Hechicera. Ya no tienes nada que hacer aquí.

Por miedo a creer que se había vuelto completamente loca, o que estaba perdiendo la memoria poco a poco, Alizane se vio forzada a decir:

– ¿Qué? ¿Así nada más? ¡Qué hay de mi respuesta! ¡Todavía no me has dicho lo que necesito saber!

– Sí –afirmó él, lacónicamente.

– ¿Sí?

– Así es… Es la respuesta a tu interrogante.

No creyó comprenderla de inmediato, pero luego todas las piezas parecieron encajar a la perfección. Fue entonces cuando sintió que su cuerpo perdía la confianza que alguna vez lo había hecho erguirse derecho. Se permitió suspirar, pero no agachar la cabeza.

– ¿Eso es todo? ¿No me dirás nada más al respecto?

– Todavía no estás preparada para entender todo lo que está escrito en el pergamino de tu futuro, Hechicera.

Eso la enfureció. La sangre tardó apenas breves segundos en entrar en estado de ebullición.

– Sería muy amable de tu parte dejar de subestimarme, ¿no lo crees, abuelo?

Él hizo caso omiso al comentario. Acomodó el pergamino en una larga mesa rectangular que estaba repleta de ellos, y luego unió las manos frente al cuerpo.

– Es hora de que regreses.

– ¿Qué hay del sacrificio?

Fue inmediatamente que Alizane se arrepintió de haber hecho esa pregunta. Laghert esbozó una sonrisa socarrona y arqueó las cejas de manera maquiavélica. Dijo:

– Eso lo sabrás cuando te lo haya quitado.

La sensación de ahogo se apoderó de Alizane una vez más. Cayó al suelo, y se retorcía adolorida. Un zumbido en los oídos y una luz intensa la llevaron de regreso a Albatika, donde apareció derribada junto a la mesa circular, y el conjuro Kimmebushi aún flotaba para iluminar su incertidumbre.

– Ese hombre tiene que aprender buenos modales –se quejó y se puso de pie.


Monday, 13 August 2012

Así empezó todo...

Este es el comienzo de mi novela Alizane. Tiene un significado muy especial para mí, ya que lo escribí hace unos siete años aproximadamente. Desde ese momento, la historia experimentó varias metamorfosis. Cada una de ellas significó una etapa muy importante en mi vida. Espero que lo disfruten! :)

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Pudo respirarse un peculiar aroma a tragedia en el viciado aire de Kanhnamo aquella madrugada, antes de que todo concluyera. Los hombres estaban en guerra y el sordo ruido de las explosiones aturdía a los habitantes de ese mundo. Nadie estaba exento y él lo sabía. Debía tomar una decisión que marcaría su destino para siempre. Esa vez, la vida de su hija estaba en riesgo y no le quedaba otra opción.

– Debes ocultarte, Alizane. Así estarás a salvo –le dijo en susurros a su hija.

La casa estaba a oscuras y los cimientos se sacudían con cada estallido. El caos crecía a cada minuto y él ya no podía esperar más tiempo.

– ¡No me dejes! ¡No quiero estar sola! –sollozó la niña, aferrada a su regazo.

– No hay por qué temer, cariño. Todo terminará pronto. ¡Ya verás! Yo regresaré –aseguró mientras le acariciaba el rostro para limpiarlo de las lágrimas.

– Mamá dijo lo mismo antes de morir –susurró ella, con sus preciosos ojos color miel fijos en los de su padre.

– Lo sé, Alizane… –dijo él con un nudo en la garganta–. Esta vez será diferente. Prometo que regresaré cuando todo termine.

En ese momento metió la mano en el bolsillo, tomó un pequeño cofre de madera negra y se lo entregó. Ella lo abrió y vio un hermoso camafeo de plata que brillaba con la intermitente luz de las explosiones.

– Ese camafeo es uno de los tesoros más preciados de nuestro clan, Alizane –explicó–. Debes prometer que siempre lo llevarás contigo.

La niña sacudió la cabeza nerviosamente.

– ¡No quiero que te vayas! –gritó, luego.

– Tengo que hacerlo, cariño. Tom y Violeta D’Mildius vendrán por ti. Tienes que prometer que no te moverás de aquí.

– Lo prometo –asintió ella.

Un feroz estruendo los ensordeció. Él la abrazó con fuerza hasta que dejara de llorar. Luego, la portezuela del sótano se cerró y Alizane, aferrada a su camafeo de plata, escuchó los pasos de su padre, que se alejaron de la casa hasta perderse por completo entre las explosiones y los gritos. La niña cerró los ojos e intentó conservar la calma. Pronto irían a rescatarla. El temor la confundía y la agotaba, y no sabía cuánto más resistiría. De repente, una intensa y cálida luz lo cubrió todo. No pudo sentir ni el más mínimo de los ruidos durante un minuto. Los estallidos mermaron y las exclamaciones cesaron por completo cuando la luz desapareció... Todo volvió a quedar tan oscuro como antes. Alizane no se atrevió a salir del escondite. Le había prometido a su padre que permanecería oculta. La casa estaba sumida en un profundo silencio. Sólo se oía su agitada respiración dentro de ese pequeño lugar. El aire comenzaba a faltarle y no lo resistió más; abrió la portezuela de una patada y cayó al piso, agitada. A su alrededor, todo estaba en ruinas. La polvareda cubría los escombros y era muy dificultoso caminar. Había un irrespirable olor en el ambiente; algo extraño había pasado pero no sabía qué con exactitud. Escuchó que alguien se acercaba y se ocultó entre los escombros.

– ¡Alizane! ¡Alizane, ¿estás aquí?! –exclamó la sollozante voz de una dulce anciana.

– ¡Somos nosotros, cariño! –soltó el hombre que la acompañaba–. ¡Tom y Violeta D’Mildius, querida!

– ¡Sal de donde estés, Alizane! ¡Debemos irnos de aquí!

Ella sintió un gran alivio al escuchar sus voces. Los D’Mildius eran viejos amigos de Tellronin Inoueh, su padre. Con el pequeño cofre guardado en el bolsillo, la niña corrió a su encuentro. Aún se sentía asustada y muy nerviosa.

– ¿Dónde está mi padre?

– Él regresará pronto, querida.

– Volvamos a casa, Violeta. No podemos quedarnos aquí.

La mujer de rizado cabello blanco asintió en silencio. En la entrada de la casa los esperaba un carruaje tirado por caballos. Una vez que Violeta y Alizane se acomodaran, Tom D’Mildius tomó firmemente las riendas y en un abrir y cerrar de ojos dejaron Kanhnamo atrás. El pueblo entero había quedado destruido.

– ¿Podremos regresar algún día? –preguntó Alizane mientras se acurrucaba entre gruesos edredones.

– No lo sé, cariño... Eso espero –musitó Violeta, con la vista perdida en el devastado horizonte.

Desde el momento en que La Batalla Kanhnamo terminara, Tellronin Inoueh fue recordado en todo el mundo como El Guerrero Evanescente. Se hizo merecedor de ese título, ya que no se supo nada de él una vez concluida dicha batalla. Muchos fallecieron, algunos vivieron para contar la historia, pero él simplemente había desaparecido. Nadie sabía si estaba vivo o muerto ni qué había ocurrido con él. Los meses pasaron, al igual que los años y El Guerrero Evanescente se convirtió en toda una leyenda. Sin embargo, él no fue el único en ser recordado...


Sunday, 12 August 2012

La cacería del Brunndah

La siguiente es otra escena de mi libro Alizane. Espero que la disfruten! :)

. . .


No fue sino hasta que todos en casa de Martha Nibblet estuvieron completamente dormidos, cuando Haru y Alizane salieron a la calle. La smerphyn llevaba un entallado traje negro con una boina americana y unas puntiagudas botas de tacón extremadamente alto; parecía caminar con absoluta comodidad y soltura, sin embargo.
– ¿Dónde estuviste todo este tiempo? –le preguntó con intriga.
– Solo paseaba… Nada importante –contestó Alizane, lacónicamente, mientras se acomodaba los vaqueros azul oscuro que llevaba puestos–. ¿Por qué tengo que vestirme de esta manera?
– ¿Quieres hacer esto o no? –terció Haru y le golpeó la mano derecha, para que de una vez dejara en paz el cuello de la camisa aguamarina que le había prestado–. Es edición limitada, no la arruines.
– Lo lamento –se disculpó Alizane, y trató de conservar la calma–. Por supuesto que quiero hacer esto, pero no entiendo por qué no puedo usar un simple nori[1].
– Pues, porque queremos pasar desapercibidas –respondió la otra, y cruzó ambas manos detrás de la nuca.
Alizane entrecerró los ojos en actitud de suma confusión. Luego sacudió la cabeza un par de veces y se dio por vencida, definitivamente.
– No tiene sentido. ¡Deberíamos vestirnos como el resto del mundo si quisiéramos que nadie notara nuestra presencia!
Haru suspiró y dijo:
– Hay muchas maneras de no llamar la atención, Alizane. Tienes que aprender a ver las dos caras de la moneda.
Unos gruñidos a sus espaldas atrajeron su atención. La smerphyn se llevó la mano a la cintura, desenfundó una Desert Eagle de oro, calibre 50, y dio tres disparos directos al corazón de ese Krammakhon que se acercaba a ellas muy sigiloso. Esta clase de demonios se caracterizaba por perseguir a sus presas, inyectarles veneno a través de sus afiladas uñas, y devorarlas lentamente, mientras las víctimas aún estaban con vida.
El cadáver del Krammakhon cayó de inmediato. Su sangre púrpura inundó el acerca, a medida que su venosa piel, amarillenta y mortecina, se agrietaba y se cubría de humo. Un repugnante hedor a azufre inundó el ambiente, antes de que se convirtiera en cenizas.
– Bueno, eso sí fue inesperado –razonó Alizane, una vez recuperado el aliento.
– ¡Ese idiota nos venía siguiendo desde hacía quince minutos, Alizane! –rezongó Haru–. Realmente tienes que prestar más atención y agudizar tus sentidos.
– Lo sé –admitió ésta–. Los D’Mildius me contaron tantas historias de las veces que mi padre salía de cacería, y por un instante consideré que sería más sencillo… Agradezco que me estés ayudando.
– Ni lo menciones –soltó Haru, y se llevó una goma de mascar a la boca. Le ofreció una a Alizane, pero ésta se negó–. Tienes que aprender a cuidarte la espalda con algo más que solo magia. Cuantos más recursos tengas, mejor será. Eso es lo único que diferencia a los que sobreviven en la guerra de aquellos que… ¡bueno! Ya sabes… Estiran la pata.
– Comprendo –se rió Alizane, con cierta morbosidad.
– En fin –suspiró Haru–. Aún no me dijiste el secreto que ocultas.
Atrapada en su propio juego, Alizane exclamó:
– ¿De qué estás hablando? ¡Yo no oculto ningún secreto!
– ¡Por supuesto que sí! –terció la smerphyn, mientras una brisa acariciaba su largo y voluminoso cabello rojo cereza–. Te estás viendo con alguien y no me quieres decir quién es… Y a juzgar por el color de tu rostro, es un hombre mucho mayor que tú.
La vergüenza le impedía alzar la cabeza. Con la mirada fija en el suelo, Alizane avanzó los siguientes cuatro pasos tratando de conformar un razonamiento claro en su mente; todo lo que se figuraba, sin embargo, resultaba carente de toda coherencia.
– Se llama Antinoó –dijo y levantó la vista, orgullosa–. Tienes razón, Haru. Fue estúpido de mi parte guardarlo en silencio.
– Como digas –sonrió ésta–. No soy quién para juzgar. ¡Dime! ¿Dónde conociste a este tal Antinoó, eh?
– Él me salvó la vida una noche –respondió Alizane, honestamente.
Haru se detuvo, la miró a los ojos, y soltó una carcajada. Luego retomó la marcha, y comentó:
– Es un excelente inicio para una telenovela, pero no me creo ese cuento. ¿Cómo lo conociste?
– ¡Es la verdad! –terció Alizane–. Una noche en La Aldea fui atacada por un Morgon y él impidió que me arrancara la cabeza.
La sonrisa en el rostro de Haru se desvaneció de un momento a otro. Había dejado de masticar, también. A cambio de eso, caminaba en completo silencio y con los brazos cruzados. Lo único que se oía era el ruido que sus tacones hacían sobre el adoquinado, y las esporádicas corrientes de aire.
– Eso sí es difícil de creer –sentenció, finalmente, y con la mirada fija al frente–. Los Morgon jamás atacan a los humanos, a menos que éstos los provoquen. Muchos creen que todas las razas de demonios son iguales, pero nadie sabe que éstos en particular son muy distintos. Ellos viven sus vidas sin fastidiar a nadie. Son nobles y generosos con los de su raza, a menos que… –una idea se cruzó en su mente–. Dime, ¿el Morgon que te atacó tenía pelaje largo y marrón en la cabeza como una melena?
– No –contestó Alizane de inmediato; la imagen todavía era muy vívida en su mente–. El pelaje era muy corto y negro.
– Ya veo –musitó Haru, pensativa.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Bueno, los únicos Morgon que se comportan como absolutos idiotas son los jóvenes. Es fácil distinguirlos por esa melena bizarra que les crece en la cabeza, pero la pierden al año y medio, cuando alcanzan la madurez.
– Entiendo –barbotó Alizane.
– No hay dudas –siguió Haru–. El Morgon que te atacó era adulto… ¡Es muy extraño!
El rostro de Alizane se endureció de repente. Ella adoptó la misma postura que Haru en ese momento. Su mirada se volvió taciturna y vacilante.
– No lo sé –murmuró–. Estoy segura de que fue un Morgon.
– ¡Te creo! –soltó Haru rápidamente, y le frotó la espalda en actitud comprensiva–. ¡No me malinterpretes! No estoy dudando de tu palabra, solo me mantiene muy alerta lo que dijo Nibblet hoy en El Salón de Otoño.
– También a mí –confesó Alizane.
– Me pregunto hasta qué punto serán capaces de llegar los Hechiceros de la Oscuridad para vengarse por la muerte de Sir Ludwig Deverill –aventuró Haru, justo cuando un hombre se detuvo delante de ellas.
– ¿Alizane Inoueh? –preguntó.
– Sí –respondió ella, confundida.
El hombre comenzó a mutar. La piel de la cabeza se le desgarró y dos enormes cuernos, retorcidos y cubiertos de sangre, le emergieron del cráneo. Sus articulaciones se dislocaron para dar lugar a filosas astas y escamas. Su piel se tiñó de rojo escarlata, y se le perforó el rostro para dar origen a decenas de colmillos.
Haru sacó su revólver una vez más, pero el Brunndah fue mucho más rápido, y con un solo golpe, la derribó contra la gruesa pared de roca. La smerphyn cayó al suelo, adolorida y a punto de perder el conocimiento. Sus brazos estaban entumecidos y no podía alcanzar su arma.
Todo dependía de Alizane. Ella retrocedía sobre sus pasos, a medida que el demonio se le acercaba. Sentía la presión de sus palpitaciones en los oídos. La sangre se le agolpaba en la cabeza y le impedía pensar.
– Voy a disfrutar arrancarte los órganos uno por uno –regurgitó el Brunndah mientras se acercaba hacia ella, ominoso.
– Cierra la boca de una vez –soltó Alizane, y trató de contener las náuseas mientras desenfundaba un Magnum 357 de cañón largo–. ¡Y VETE AL INFIERNO, IMBÉCIL!
Con el pulso endeble sobre el gatillo, la joven disparó cuatro veces. El sonido fue estridente y le penetró el cerebro profundamente. Estaba convencida de que una de las balas había desviado su curso y le había atravesado la cabeza. La potencia del disparo casi la derribó de espaldas, pero ella logró mantenerse en pie, a pesar de que las rodillas, al igual que todo su cuerpo, se mantenían afiebradas y temblorosas. Cuando abrió los ojos, descubrió que el demonio se retorcía ante sus ojos, lleno de humo y destellos de fuego ambarino. Cada parte de su hediondo ser quedó reducido a uno de los más desagradables recuerdos. Pero el viento sopló las cenizas al final y Alizane enfundó el revólver, victoriosa.
 – ¿Estás bien? –le preguntó a Haru, cuando se acercó a ayudarla.
– A fuego fuerte –respondió ella.
Alizane le extendió la mano, evitando todo contacto posible con sus guantes congelantes, y la smerphyn se puso de pie. El mareo se estaba desvaneciendo; se había pegado un fuerte golpe en la cabeza, de todos modos.
– ¡Miren cómo se dan vuelta los roles, señores! –se rió la smerphyn–. Me alegra que reaccionaras a tiempo.
– También a mí –aseguró Alizane, mientras caminaban de regreso a casa de Martha Nibblet.
– ¿Fue mi imaginación o ese Brunndah mencionó tu nombre? –dudó Haru a medida que marchaban.
– Sí –confirmó Alizane–, pero ya no creo que deba preocuparme por él nunca más –dijo, al final, mientras las cenizas se perdían en la negrura de la madrugada.



[1] Nori: túnica.

Wednesday, 8 August 2012

Los Seres Infinitos Que Fallecen

El siguiente es un pequeño fragmento de mi novela Alizane. El poema Los Seres Infinitos Que Fallecen fue inspirado en la película Brokeback Mountain, y su tristísimo final. ¡Que lo disfruten!

. . .

      – ¿Cómo te llamas?
      – Alizane… Alizane Inoueh –balbuceó ésta sin salir de su asombro.
      – ¡Qué hermoso nombre! –exclamó él–. Mi nombre es Thomas Sahitori, porque mi mamá es inglesa y mi papá es japonés –justificó–. Si quieres, puedes decirme Tammei; todos mis amigos me dicen Tammei.
      – De acuerdo –asintió la muchacha sin objetar–. ¿Puedo hacerte una pregunta, Tammei?
      Él dijo que sí con un fuerte movimiento de la cabeza, mientras balanceaba los pies.
      – Antes de que nosotros lleguemos, tú estabas diciendo algo en voz baja, ¿qué era? –interrogó Alizane con curiosidad.
      – Es el último libro de Madame Sygadih –dijo y tomó el libro que había arrojado al principio–. Los Seres Infinitos que Fallecen. Me gusta por lo que dice… y también por los dibujos. Mi tía Tanako dice que los de Madame son los peores libros infantiles que jamás se hayan escrito, pero a mí me encanta leerlos y a ella le gusta escucharme leer… por eso me los compra. ¿Quieres que lo lea? –preguntó y ella asintió.
      – Si en realidad lo crees necesario…

 Los Seres Infinitos que Fallecen

Nunca podré
admitir
que jamás
fue real.

Obligarme a



creer...



mas su nombre
susurra en mis oídos
y en mis ojos
caen lágrimas
tristes,
dolorosas,
irrefrenables...

De amor.
De locura.
De muerte.




Amé



a esos seres
infinitos
que fallecen,

que son eternos
en mi mente...


Guardo los restos
de su memoria...



de



su



memoria...



que es
mi
memoria.


Y me lastima,
siempre,
como en el instante
que supe
y me di cuenta

al fin

de la única verdad:

él fue uno de esos seres


infinitos



que



fallecen.



Fui
otra vez
a ese lugar,
pero como al principio.
Esperé
que todo
fuera
¿mentira?

Que lo veré regresar.
Que me besará
por última vez
antes de partir...


...definitivamente...

tuve que verlo partir.
Y aún hoy
no entiendo
su adiós.
Nunca comprenderé
a esos seres
infinitos
que fallecen.

Mas
los
amaré
siempre
como el primer día...

El otoño
se asomará este año,
inevitablemente.

Sé que
esta vez
vendrá
sin lluvia;
las hojas
muertas
yacerán hasta nuestro
reencuentro
junto a mi inmortal recuerdo
de ese ser
que es infinito,
aunque ya no pueda
volver a verlo
más
que en mi mente.


Monday, 6 August 2012

¿Por dónde empezar?

Si me dieran un Euro por todas las veces que empecé y borré este post, en estos momentos tendría más dinero en los bolsillos que la Rowling. Pero esto no es por la plata, ¿o sí?
      Soy un escritor novel y estoy tratando de que mi novela alcance el glorioso día de la publicación. ¿Idea estúpida? ¿Sueño imposible? Quizás muchos piensen que lo sea, pero para un obstinado como yo, nada es imposible. No voy a rendirme sin pelear, y no bajaré los brazos hasta alcanzar la meta. Solo espero que ocurra pronto, porque no tengo tiempo de tener paciencia ;)

      ¿Debería resultarme tan complicado generar un blog interesante? La lógica matemática diría que no, pero la verdad es que sí lo es... Por lo menos para mí. Muchos me dicen si pudiste escribir ya cuatro novelas, entonces crear un blog no te va a resultar complicado. Mi inmediato pensamiento al respecto es antes los escritores no tenían que crear blogs para promocionar sus libros. ¡Solo escribían y punto! Pensamiento tan retrógrado e innecesariamente nostálgico, como cierto. ¿Se imaginan lo que hubiese sido, si en la época de Cervantes Saavedra hubiese existido Internet? Ya lo veo a Miguelito tratando de crear un blog y de hacer que el descabellado nombre de Alonso Quijano comenzara a hacer estragos en la cabeza de la gente.

      Sí, el camino del escritor novel hacia la publicación de su ópera prima es inevitablemente comparable a las aventuras de Don Quijote. La lucha contra los invisibles, y presuntamente invensibles, molinos de viento acaba de comenzar. Con la fiel compañía de mis Sanchos Panza, amigos admirables que creen en mí más allá de todo, me embarco en la para nada sencilla tarea de buscar editorial/agencia literaria. Y como diría nuestro valeroso hidalgo...

     He oído decir que esta que llaman por ahí fortuna es una mujer borracha y antojadiza y, sobre todo, ciega, y así no ve lo que hace, ni sabe a quién derriba ni a quién ensalza.

     Esperando que la fortuna me ensalce, me retiro hasta el próximo post.