La siguiente es otra escena de mi libro
Alizane. Espero que la disfruten! :)
. . .
No fue sino hasta que todos en casa de Martha Nibblet estuvieron
completamente dormidos, cuando Haru y Alizane salieron a la calle. La smerphyn llevaba un entallado traje
negro con una boina americana y unas puntiagudas botas de tacón extremadamente
alto; parecía caminar con absoluta comodidad y soltura, sin embargo.
– ¿Dónde estuviste todo este tiempo? –le preguntó
con intriga.
– Solo paseaba… Nada importante –contestó Alizane,
lacónicamente, mientras se acomodaba los vaqueros azul oscuro que llevaba puestos–.
¿Por qué tengo que vestirme de esta manera?
– ¿Quieres hacer esto o no? –terció Haru y le
golpeó la mano derecha, para que de una vez dejara en paz el cuello de la
camisa aguamarina que le había prestado–. Es edición limitada, no la arruines.
– Lo lamento –se disculpó Alizane, y trató de
conservar la calma–. Por supuesto que quiero hacer esto, pero no entiendo por
qué no puedo usar un simple nori.
– Pues, porque queremos pasar desapercibidas
–respondió la otra, y cruzó ambas manos detrás de la nuca.
Alizane entrecerró los ojos en actitud de suma
confusión. Luego sacudió la cabeza un par de veces y se dio por vencida,
definitivamente.
– No tiene sentido. ¡Deberíamos vestirnos como el
resto del mundo si quisiéramos que nadie notara nuestra presencia!
Haru suspiró y dijo:
– Hay muchas maneras de no llamar la atención,
Alizane. Tienes que aprender a ver las dos caras de la moneda.
Unos gruñidos a sus espaldas atrajeron su
atención. La smerphyn se llevó la
mano a la cintura, desenfundó una Desert Eagle de oro, calibre 50, y dio tres
disparos directos al corazón de ese Krammakhon
que se acercaba a ellas muy sigiloso. Esta clase de demonios se
caracterizaba por perseguir a sus presas, inyectarles veneno a través de sus
afiladas uñas, y devorarlas lentamente, mientras las víctimas aún estaban con
vida.
El cadáver del Krammakhon
cayó de inmediato. Su sangre púrpura inundó el acerca, a medida que su
venosa piel, amarillenta y mortecina, se agrietaba y se cubría de humo. Un
repugnante hedor a azufre inundó el ambiente, antes de que se convirtiera en
cenizas.
– Bueno, eso sí fue inesperado –razonó Alizane,
una vez recuperado el aliento.
– ¡Ese idiota nos venía siguiendo desde hacía
quince minutos, Alizane! –rezongó Haru–. Realmente tienes que prestar más
atención y agudizar tus sentidos.
– Lo sé –admitió ésta–. Los D’Mildius me contaron
tantas historias de las veces que mi padre salía de cacería, y por un instante
consideré que sería más sencillo… Agradezco que me estés ayudando.
– Ni lo menciones –soltó Haru, y se llevó una goma
de mascar a la boca. Le ofreció una a Alizane, pero ésta se negó–. Tienes que
aprender a cuidarte la espalda con algo más que solo magia. Cuantos más
recursos tengas, mejor será. Eso es lo único que diferencia a los que
sobreviven en la guerra de aquellos que… ¡bueno! Ya sabes… Estiran la pata.
– Comprendo –se rió Alizane, con cierta
morbosidad.
– En fin –suspiró Haru–. Aún no me dijiste el
secreto que ocultas.
Atrapada en su propio juego, Alizane exclamó:
– ¿De qué estás hablando? ¡Yo no oculto ningún
secreto!
– ¡Por supuesto que sí! –terció la smerphyn, mientras una brisa acariciaba
su largo y voluminoso cabello rojo cereza–. Te estás viendo con alguien y no me
quieres decir quién es… Y a juzgar por el color de tu rostro, es un hombre
mucho mayor que tú.
La vergüenza le impedía alzar la cabeza. Con la
mirada fija en el suelo, Alizane avanzó los siguientes cuatro pasos tratando de
conformar un razonamiento claro en su mente; todo lo que se figuraba, sin
embargo, resultaba carente de toda coherencia.
– Se llama Antinoó –dijo y levantó la vista,
orgullosa–. Tienes razón, Haru. Fue estúpido de mi parte guardarlo en silencio.
– Como digas –sonrió ésta–. No soy quién para
juzgar. ¡Dime! ¿Dónde conociste a este tal Antinoó, eh?
– Él me salvó la vida una noche –respondió
Alizane, honestamente.
Haru se detuvo, la miró a los ojos, y soltó una
carcajada. Luego retomó la marcha, y comentó:
– Es un excelente inicio para una telenovela, pero
no me creo ese cuento. ¿Cómo lo conociste?
– ¡Es la verdad! –terció Alizane–. Una noche en La
Aldea fui atacada por un Morgon y él
impidió que me arrancara la cabeza.
La sonrisa en el rostro de Haru se desvaneció de
un momento a otro. Había dejado de masticar, también. A cambio de eso, caminaba
en completo silencio y con los brazos cruzados. Lo único que se oía era el
ruido que sus tacones hacían sobre el adoquinado, y las esporádicas corrientes
de aire.
– Eso sí es difícil de creer –sentenció,
finalmente, y con la mirada fija al frente–. Los Morgon jamás atacan a los humanos, a menos que éstos los provoquen.
Muchos creen que todas las razas de demonios son iguales, pero nadie sabe que
éstos en particular son muy distintos. Ellos viven sus vidas sin fastidiar a
nadie. Son nobles y generosos con los de su raza, a menos que… –una idea se
cruzó en su mente–. Dime, ¿el Morgon que
te atacó tenía pelaje largo y marrón en la cabeza como una melena?
– No –contestó Alizane de inmediato; la imagen
todavía era muy vívida en su mente–. El pelaje era muy corto y negro.
– Ya veo –musitó Haru, pensativa.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Bueno, los únicos Morgon que se comportan como absolutos idiotas son los jóvenes. Es
fácil distinguirlos por esa melena bizarra que les crece en la cabeza, pero la
pierden al año y medio, cuando alcanzan la madurez.
– Entiendo –barbotó Alizane.
– No hay dudas –siguió Haru–. El Morgon que te atacó era adulto… ¡Es muy
extraño!
El rostro de Alizane se endureció de repente. Ella
adoptó la misma postura que Haru en ese momento. Su mirada se volvió taciturna
y vacilante.
– No lo sé –murmuró–. Estoy segura de que fue un Morgon.
– ¡Te creo! –soltó Haru rápidamente, y le frotó la
espalda en actitud comprensiva–. ¡No me malinterpretes! No estoy dudando de tu
palabra, solo me mantiene muy alerta lo que dijo Nibblet hoy en El Salón de
Otoño.
– También a mí –confesó Alizane.
– Me pregunto hasta qué punto serán capaces de
llegar los Hechiceros de la Oscuridad para vengarse por la muerte de Sir Ludwig
Deverill –aventuró Haru, justo cuando un hombre se detuvo delante de ellas.
– ¿Alizane Inoueh? –preguntó.
– Sí –respondió ella, confundida.
El hombre comenzó a mutar. La piel de la cabeza se
le desgarró y dos enormes cuernos, retorcidos y cubiertos de sangre, le
emergieron del cráneo. Sus articulaciones se dislocaron para dar lugar a filosas
astas y escamas. Su piel se tiñó de rojo escarlata, y se le perforó el rostro
para dar origen a decenas de colmillos.
Haru sacó su revólver una vez más, pero el Brunndah fue mucho más rápido, y con un
solo golpe, la derribó contra la gruesa pared de roca. La smerphyn cayó al suelo, adolorida y a punto de perder el
conocimiento. Sus brazos estaban entumecidos y no podía alcanzar su arma.
Todo dependía de Alizane. Ella retrocedía sobre
sus pasos, a medida que el demonio se le acercaba. Sentía la presión de sus
palpitaciones en los oídos. La sangre se le agolpaba en la cabeza y le impedía
pensar.
– Voy a disfrutar arrancarte los órganos uno por
uno –regurgitó el Brunndah mientras
se acercaba hacia ella, ominoso.
– Cierra la boca de una vez –soltó Alizane, y
trató de contener las náuseas mientras desenfundaba un Magnum 357 de cañón
largo–. ¡Y VETE AL INFIERNO, IMBÉCIL!
Con el pulso endeble sobre el gatillo, la joven
disparó cuatro veces. El sonido fue estridente y le penetró el cerebro
profundamente. Estaba convencida de que una de las balas había desviado su
curso y le había atravesado la cabeza. La potencia del disparo casi la derribó
de espaldas, pero ella logró mantenerse en pie, a pesar de que las rodillas, al
igual que todo su cuerpo, se mantenían afiebradas y temblorosas. Cuando abrió
los ojos, descubrió que el demonio se retorcía ante sus ojos, lleno de humo y
destellos de fuego ambarino. Cada parte de su hediondo ser quedó reducido a uno
de los más desagradables recuerdos. Pero el viento sopló las cenizas al final y
Alizane enfundó el revólver, victoriosa.
– ¿Estás
bien? –le preguntó a Haru, cuando se acercó a ayudarla.
– A fuego fuerte –respondió ella.
Alizane le extendió la mano, evitando todo
contacto posible con sus guantes congelantes, y la smerphyn se puso de pie. El mareo se estaba desvaneciendo; se había
pegado un fuerte golpe en la cabeza, de todos modos.
– ¡Miren cómo se dan vuelta los roles, señores!
–se rió la smerphyn–. Me alegra que
reaccionaras a tiempo.
– También a mí –aseguró Alizane, mientras
caminaban de regreso a casa de Martha Nibblet.
– ¿Fue mi imaginación o ese Brunndah mencionó tu nombre? –dudó Haru a medida que marchaban.
– Sí –confirmó Alizane–, pero ya no creo que deba
preocuparme por él nunca más –dijo, al final, mientras las cenizas se perdían
en la negrura de la madrugada.